El ángel caído.

 


                         Su padre le decía que reírse era de idiotas, que si no lo creía, que se fijara en Jesucristo. Le retaba a que encontrara un solo pasaje en los Evangelios, uno solo, anda, en el que se recoja algún momento donde nuestro Señor estuviera riendo. No encontrarás ninguno, afirmaba con rotundidad al tiempo que se santiguaba tres veces. Ninguno, repetía. Reírse era casi un acto de rebeldía ante Dios tan grave como el que tuvo Lucifer, el ángel caído. Quién sabe si no había caído precisamente por eso mismo, por reírse delante de Dios como si en vez de su ángel favorito fuera un payaso, decía masticando y escupiendo después esa palabra: payaso. Sin embargo, hijo, en los Evangelios encontrarás muchos pasajes donde se le veía llorando porque el dolor y las lágrimas lavaban las culpas, las propias y las ajenas, decía mientras terminaba de sacarse del pantalón su cinto de cuero marrón, ancho, curtido, con una gran hebilla de bronce, que le servía de herramienta eficaz para castigarlo cuando había hecho cualquier travesura - ya fuera esta real o imaginada por su necesidad de que el dolor de otro lavara sus pecados - o cuando llegaba cabreado por algo y se empeñaba en disciplinarlo para hacer de él un hombre serio y respetable y salvar de paso su alma. Cada tarde mientras se pintaba la cara de blanco luminoso con una enorme sonrisa roja y se vestía con el estrafalario traje de retales de mil colores recordaba las palabras de su padre y su cara congestionada azotándole furibundo mientras repetía y aseguraba con cada golpe que, algún día, cuando fuera un hombre de provecho y recordara este momento, se lo agradecería. Cada cicatriz de aquella enorme hebilla de bronce en su espalda, su culo y sus muslos acabó siendo para él una motivación para decidirse a ser lo que más odiaba su padre: un payaso, el mejor de todos, y para hacer reír hasta el dolor de tripa a los niños apenas aparecía en la pista del circo fingiendo -a veces- llorar a voz en grito mientras arrastraba un peluche pringoso y destartalado. Los niños eran felices en los diez minutos de su actuación. Estaba seguro de ello. Lo notaba en cada cicatriz de su cuerpo. Tal vez hasta habría logrado que se riera ese Dios tan serio y triste al que su padre invocaba mientras lo deslomaba a diario con su cinturón de cuero marrón.

Vaho.




                          Lleva ya un buen rato observando la calle apoyado en el quicio de la puerta del balcón como hace desde que tiene memoria cada vez que ha de tomar una decisión importante. Fuera hace uno de esos días soleados y fríos que ha caracterizado el final de esta primavera. De vez en cuando limpia con la mano el vaho que se forma al respirar tan cerca del cristal. El vaho. Sus sueños eran algo así como ese vaho, algo efímero que o se borraba de una simple pasada o que, en el mejor de los casos, iban desapareciendo poco a poco con el paso del tiempo. Pero el resultado final era el mismo: un cristal empañado y apenas un rastro borroso de lo que fue una fantasía. Ahora ya era demasiado mayor para jugar a los sueños y las ilusiones. Sobre todo porque sus sueños estaban poblados de pesadillas. Mañana le tocaba la última cita con el psicólogo. No era un mal tipo, pero era demasiado joven para saber de la vida. Se refería a la vida real, no a la que se aprende en los libros de texto. Una cosa era dominar la teoría y otra muy distinta manejarse en la práctica. No, no era mal tipo y hasta le caía bien. O menos mal que el resto de loqueros que habían intentado hurgar en sus recuerdos, pero este aún no había aprendido a descubrir a un mentiroso. Al menos a uno bueno, a uno excepcional, a uno de su nivel. Mañana le preguntará cómo cree que será su vida después de la terapia. Si fuera sincero tendría que decirle que será como el vaho en el cristal del balcón: corta y borrosa. Pero claro, esa no es la respuesta correcta para un suicida después de una terapia exitosa, ¿verdad? No, mejor le dirá que ilusionante y con ganas de hacer cosas nuevas mientras sonríe con todas sus ganas. Mentir, para él, era mucho más fácil que vivir.

Vintage.

 


                                  Nadie le había explicado que para llegar a ser vintage y estar nuevamente de moda antes había que pasar por el momento de la simple y cutre vejez, con sus achaques y manías, y ahora se siente estafado por la vida. Solo que la vida no tiene hojas de reclamación a disposición de nadie ni encargado a quien quejarse. Mientras, sigue yendo por ahí, por los bares de moda, por las terrazas más visitadas, por los restaurantes más recomendados, vestido con la ropa que llevaría un joven que quisiera parecer alguien de los sesenta. Pero a él, que ya no era joven ni llegaba aún a ser vintage, todos lo miraban como a un viejo tacaño y hortera que vestía la misma ropa que compró cuando estuvo de moda, cuarenta años atrás. Los años de la pubertad se le habían hecho interminables, pero estos, para pasar de viejo a vintage le resultaban eternos, pensó entre triste y resignado mientras pedía su Cinzano de siempre -con una rodajita de naranja y dos hielos, por favor- a un camarero que lo atendía con toda la burla del mundo en la mirada y una media sonrisa imposible de disimular.

El invisible.

 


                         Eran cuatro en la mesa y entre los cuatro ninguno bajaba de los setenta. Hablaban alzando la voz más de lo preciso y mirando de reojo, como disimulando la mirada, a los que estaban sentados cerca de ellos. Sentí una extraña mezcla entre enojo y pena al verlos. Eran cuatro y parecían competir sobre quién inventaba la mentira más creíble sobre sus éxitos pasados o la más increíble sobre los actuales. Yo los veía a diario aunque ellos nunca se fijaron en mí. Es normal. Nadie se fija en los carteros, los controladores del parquímetro o los barrenderos. Somos perfectamente invisibles. Eran cuatro, pero uno cometió un día un gran error: me miró directamente a los ojos Nunca debió de hacerlo. No me gusta que me miren a los ojos, por eso llevo la gorra calada hasta las cejas y con la visera echada hacia adelante, pero ese día hacía mucho calor y la mascarilla no ayudaba precisamente a sobrellevarlo. Yo me alcé la visera justo cuando él, presumiendo gallito sobre alguna de sus anécdotas falsas, también alzó la cabeza para echarse un trago de su chinchón y me miró directamente a los ojos; y ahí se decidió todo. Lo notó de inmediato. Lo sé porque se atragantó con la bebida y cuando cogió respiro trató de explicarle a los demás lo que había pasado señalando hacia donde yo estaba. Solo que yo ya no estaba. Al menos no allí. Eran cuatro en aquella mesa y los tres que quedaron se pasan ahora las mañanas contando historias del pobre Alfredo y de cómo se había mareado para caerse delante de la 13 cuando esta iba a toda velocidad por la Avenida Marítima. Cada día, a las doce en punto, piden un chinchón y brindan por él. Es enternecedor. Hasta a mí me dan ganas de brindar por él, pero claro, si bridara por todos los que dejaron de molestarme de una vez por todas, andaría todo el día borracho.

Cosas de cementerios.

 



                           Era una tarde de octubre, llovía y hacía ese frío húmedo del otoño canario. Eran los únicos que estaban en el Cementerio de Las Palmas. Él dibujaba panteones con sus lápices y carboncillos como trabajo fin de carrera haciendo hincapié en las características que los hacían obras de arte. Ella, sin embargo, había venido a visitar la tumba de su padre. Lo hacía cada aniversario: iba y pasaba la tarde allí, contándole cómo había ido ese año y, sobre todo, lo mucho que seguía echándole de menos. Esa tarde estaba más triste que otras veces. Tal vez fuera la lluvia, tal vez la soledad del lugar, que le recordaba demasiado a la de su casa. Él se sentó en el banco junto a ella y comentó lo bonito que estaba el cementerio, lo limpio y cuidado que lucía. Es extraño, pero nadie rechaza una conversación en un cementerio. Es como si necesitáramos reafirmar ante nosotros mismos que seguimos vivos, que no somos unas ánimas en pena que vagamos por ahí. Luego hablaron del tiempo que hacía, de lo cerca que parecía estar el invierno, de lo literario de algunos epitafios y hasta dieron juntos un paseo por los pasillos más antiguos. Cuando se despidieron al sonar la campana que avisaba del cierre de las puertas, él ya se había enamorado de ella hasta los huesos y ella había dejado su tristeza prendida de la esquina de alguna lápida. Cosas que solo pasan en ese viejo cementerio.

Rafita.

 


                               Los médicos no paraban de decírmelo: Rafita, cuídate. Mira que toda tu familia ha muerto por problemas cardiacos, no te dejes ir, tío. Y yo no me dejaba ir. Eso sí, dejé de comer carnes rojas, alimentos fritos, salados, grasos, dulces procesados, en fin, todo lo que hace la vida más agradable. Luego vinieron los paseos por el barrio después de comer. Después me lo tomé más en serio y empecé a correr distancias cortas. Bueno, igual lo de correr es algo pretencioso y aquello era más bien un trote borreguero pero al menos era algo, ¿no? Pero no para los médicos: Rafita, Rafita, que hay que cuidarse, hombre. Que ese corazón cualquier día nos da un susto. ¿O ya te has olvidado de que tus padres, tus abuelos y tu tío Fran murieron de infarto? Pero cómo coño iba a  poder olvidarme, si a cada dos por tres me lo repetían machaconamente. Y yo ya no sabía qué más hacer. El tabaco hacía años que lo había dejado; ni una calada en una boda, de verdad. Del whiskey o el ron ya ni recuerdo del sabor. De hecho, no creo que hoy pudiera echarme una copa sin sentir arcadas. Pero ellos seguían con la misma cantinela: Rafa, o se cuida o infarto seguro. Hasta hoy. 

                                 Hoy encontré la solución definitiva a mi problema. A partir de hoy no volveré a escuchar la puñetera frase toca huevos. Ayer me dijeron que una de las causas en las que nadie cae y que más influyen en los problemas cardiacos eran las caries no cuidadas y de repente vi la luz: ¡A eso se referían los médicos tan cansinamente con lo de cuidarme! Pues bien, ya nunca más podrán decírmelo, pensé sonriendo mientras miraba el tarro de cristal donde había puesto todos los dientes que que me había arrancado con el alicate rojo. Elegí ese porque pensé que así la sangre se notaría mucho menos pero no, me equivoqué. Había mucha sangre, sangre por todos los lados y me dolía terriblemente la boca. Traté de mantener la sonrisa pese a que los labios, hinchados y magullados, la convertía en una mueca tétrica. Pero quería que los médicos que vendrían en la ambulancia supieran que, aunque me había costado, por fin los había entendido, que ya nunca más me tendría que preocupar por morir de un infarto. Yo seré el primero en la familia en morir desangrado y eso era una gran noticia porque hasta donde yo sabía aquello no era hereditario. En realidad, pensé mientras trataba de no desvanecerme para siempre, acababa de romper el maleficio familiar y mis herederos ya no tendrían que oír, una y otra vez, aquello de: amigo, cuídese, recuerde que todos sus familiares han muerto de infarto. No, yo no, yo no... Apenas pude murmurarle eso a los médicos que se bajaron corriendo de la ambulancia mientras trataba de esbozarles una sonrisa imposible. Espero que ellos no tarden tanto como yo en entender la clave del acertijo y se lo expliquen mejor a mis sobrinos, carajo,

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