Cosas de hermanos.

 


                    Anoche soñé con mi hermano. Jugamos juntos, crecimos juntos, juntos hicimos mil mataperrerías y juntos soñábamos con un tiempo donde libertad fuera algo más que otra palabra dentro del diccionario Sopena que llevábamos en la maleta junto con los libros de Mates, Lengua o Religión. Empezaban los setenta, nosotros apenas habíamos cumplido diez años y, aunque entonces no lo supiéramos, estábamos en la época más tranquila -y probablemente más feliz- del resto de nuestras vidas. Hace muchos años que no hablo con mi hermano. Muchos años. Demasiados. Tantos que ya ni me acuerdo de cuántos hace. No creo que lo volvamos a hacer jamás. A fuer de ser sincero, las razones de este alejamiento se pierden en una de las nebulosas que oscurecen mi memoria. Los años y ese reflejo de supervivencia que tiene el cerebro, que de vez en cuando resetea los recuerdos para hacer menos insoportable la vida, han hecho que tenga grandes vacíos temporales sobre la mía propia. Tampoco creo que importen esas razones, la verdad: una palabra mal dicha, otra mal entendida, una conversación pendiente para la que nunca hubo tiempo porque el orgullo pesa más que la razón... ¡Qué más da! Lo realmente cierto es que ese jarrón ya está roto.

                         Pero anoche mis sueños me trasladaron a aquella época en la que aún éramos hermanos y amigos, en la que compartíamos ilusiones y juegos, en la que las mañanas de los domingos eran eternas y teníamos que buscar algo que las acortara. Los días de buen tiempo, cuando ya habíamos jugado a todo lo posible: indios y vaqueros, al escondite, al fútbol a dos, a ver quién rompía más hojas de las plantas del jardín con el tirachinas y ya se acercaba la hora del almuerzo, nuestro entretenimiento favorito era girar sobre nuestro eje a toda velocidad como si fuéramos unos derviches locos, cada vez más y más rápido, hasta que al final caíamos al suelo agotados, sudorosos, mareados, con la espalda contra las losetas del patio mirando pasar las nubes.

                       Esta mañana he hecho lo mismo. No, no me he puesto a girar como un derviche loco. Simplemente me he sentado en el suelo de mi terraza con la espalda apoyada en la pared y me he dedicado a ver cómo pasaban las nubes. Sin darme cuenta me vi hablando con mi hermano, comentándole que aquella nube que aparecía por detrás de la montaña parecía una avioneta. Cuando me giré para ver qué cara ponía no había nadie; solo un recuerdo espoleado por un sueño. Cuando volví a mirar la nube ya no pude ver la avioneta. No sé si porque había cambiado de forma o porque las lágrimas distorsionaban mi visión.

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