Antes, cuando tenía alguna tarde libre, paseaba por Triana y se paraba delante de los escaparates de las joyerías o de las peleterías de calidad. Fantaseaba con ese reloj de lujo que se compraría con el bono trimestral de resultados o admiraba la suavidad del zapato que acababa comprando, uno más para la colección, Dios mío, Ana me va a matar, pero es que es tan chulo y tan cómodo y, además, ese tono justo de marrón no se parece a ninguno de los que tengo. Así justificaba los casi trescientos euros que costaban y que cargaba a la visa. Que Ana no se entere del precio porque si no, sí que me mata, se decía mientras se tomaba su picoteo en cualquier terraza de la zona. Eso era antes, o tal vez en otra vida. Hoy tiene todas las tardes libres, y las mañanas, y muchas noches también, porque el sueño que debía ocuparlas se marchaba asqueado de su tristeza. Hoy, de pie en la fila, se mira las puntas de su zapato marrón, ese tan cuqui que le costó casi trescientos euros el mismo mes que la empresa lo mandó a un Erte porque con una pandemia nadie vendría de turismo y ellos no solo no seguirían vendiendo aquellos fantásticos planes de ahorro a los empleados y ejecutivos de las cadenas hoteleras sino que esperaban una tromba de clientes pidiendo el rescate de los mismos. A la mierda el bono trimestral de resultados, a la mierda el bono anual de beneficios, a la mierda su sueldo de fijo más variable casi indecente, a la mierda su vida tal y como la había vivido los últimos diez años.
Poco a poco a la cola se movía y el lo hacía con ella sin quitar la vista de sus zapatos marrones, un poco por la vergüenza de verse allí, un poco porque no quería volver a encontrarse en ella con otro de sus "clientes satisfechos" que al ir a rescatar sus ahorros se dieron cuenta por primera vez que la letra pequeña, esa en la que vive el diablo, decía que si los tocaba antes de diez años perderían una parte de los mismos en concepto de comisiones de mantenimiento, gastos de gestión y custodia de activos: palabrería barata para enmascarar su sueldo y el de tantos, los lustrosos beneficios de la empresa y esos bonos tan golosos. ¡Putos zapatos marrones de mierda! A cuánta gente dejó sin su dinero para tener ese zapato, otro zapato más. La punta de los zapatos empezaron a motearse de pequeñas gotitas. Antes reprimía el llanto, ahora ya no podía. Ni podía ni quería. Miró hacía la cabeza de la cola. Solo quedaban tres personas por delante de él. Volvió a mirarse la punta de los zapatos y palpó las bolsas de super que llevaba dobladas. Al menos la comida de esta semana estaba garantizada porque hasta él había caído en la trampa de las grandes cifras y su sueldo era el mínimo a cambio de un variable generoso y el Erte se calculaba sobre el sueldo, no sobre los demás beneficios. Ana no lo entendió. Ella no se había casado con su jefe de equipo para pasar miserias, le dijo, para eso ya se bastaba ella solita, y se fue, así, sin más. Eso sí, le dejó su bien abastecida zapatera llena de zapatos de diseño cómodos y tan, tan caros.
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