Vaho.




                          Lleva ya un buen rato observando la calle apoyado en el quicio de la puerta del balcón como hace desde que tiene memoria cada vez que ha de tomar una decisión importante. Fuera hace uno de esos días soleados y fríos que ha caracterizado el final de esta primavera. De vez en cuando limpia con la mano el vaho que se forma al respirar tan cerca del cristal. El vaho. Sus sueños eran algo así como ese vaho, algo efímero que o se borraba de una simple pasada o que, en el mejor de los casos, iban desapareciendo poco a poco con el paso del tiempo. Pero el resultado final era el mismo: un cristal empañado y apenas un rastro borroso de lo que fue una fantasía. Ahora ya era demasiado mayor para jugar a los sueños y las ilusiones. Sobre todo porque sus sueños estaban poblados de pesadillas. Mañana le tocaba la última cita con el psicólogo. No era un mal tipo, pero era demasiado joven para saber de la vida. Se refería a la vida real, no a la que se aprende en los libros de texto. Una cosa era dominar la teoría y otra muy distinta manejarse en la práctica. No, no era mal tipo y hasta le caía bien. O menos mal que el resto de loqueros que habían intentado hurgar en sus recuerdos, pero este aún no había aprendido a descubrir a un mentiroso. Al menos a uno bueno, a uno excepcional, a uno de su nivel. Mañana le preguntará cómo cree que será su vida después de la terapia. Si fuera sincero tendría que decirle que será como el vaho en el cristal del balcón: corta y borrosa. Pero claro, esa no es la respuesta correcta para un suicida después de una terapia exitosa, ¿verdad? No, mejor le dirá que ilusionante y con ganas de hacer cosas nuevas mientras sonríe con todas sus ganas. Mentir, para él, era mucho más fácil que vivir.

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