¿Hoy es viernes, verdad, mi niño? Era la enésima vez desde que se levantó que hacía la misma pregunta. Su vida se centraba en que llegara el viernes. El resto de la semana era un mero trámite para ella: se levantaba, hacía los ejercicios que el médico les mandaba, se aseaba, comía y después de la siesta permanecía sentada en la sala de la televisión sin apenas intervenir en las conversaciones de las demás residentes, esperando que llegase la noche para cenar y poder acostarse de nuevo. Así día tras día hasta el viernes. El viernes se despertaba impaciente, apenas se esforzaba en los ejercicios, se aseaba con más cuidado -hasta se ponía unas gotitas de 1916, su colonia de toda la vida- comía y luego, en vez de hacer la siesta, se sentaba estratégicamente de manera que pudiera controlar la puerta y a quién entrara o saliera. A todos los que pasaban cerca de ella les preguntaba si de verdad era viernes, temerosa de haberse equivocado de día espoleada por el deseo: ¿Hoy es viernes, verdad, mi niña? Sí, doña Juana. La asistenta contesta una vez más mientras se aleja para atender a las otras ancianas, que miran a doña Juana con un fondo de envidia en sus ojos casi glaucos. Casi todas tienen familia pero casi ninguna tiene la suerte de doña Juana que, ya desde antes de la pandemia y ahora, después de que las vacunaran, cada viernes del año, como una norma no escrita, pasa la tarde con su nieta. Ella le trae medio a escondidas esos dulces italianos que tanto le gustan, le lleva chismes de la familia o simplemente le acaricia las manos en silencio mientras doña Juana habla de los novios que tuvo cuando fue joven o de lo trasto que era su padre de pequeño mientras que, de reojo, mira cómo caía la tarde rezando para que, al menos ese viernes, el tiempo pasara un poco más lento.
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