En el fondo nada de todo esto era algo original. Otras muchas lo habían vivido y sentido antes que ella. O eso se decía a modo de consuelo mientras se desmaquillaba cuidadosamente ante el espejo de su dormitorio. En la radio, un bolero; en la calle, el ruido sordo de la lluvia cayendo sin parar, y a su alrededor, una casa vacía de esos sonidos que apenas percibimos pero que precisamente son los que la convierten en hogar. Eso es lo que la rodeaba noche tras noche durante los últimos meses de este invierno. Eso, y una cara que la miraba tensa, con ojos llenos de angustia desde el espejo cada vez que se desmaquillaba. Al principio solía dejar la radio puesta con el sonido bajito toda la noche para no sentirse tan sola. Y eso que la puñetera canción que sonaba tan triste, tan llena de melancolía, la lluvia que empapaba las calles de una ciudad vacía, sucia, desangelada; y este maldito frío que más que calar los huesos calaba su propia alma eran una invitación constante al llanto, a que junto con esas lágrimas dejara escapar todo el miedo y la frustración que la ahogaba. Pero no, no lloraba. No podía. Tal vez es que ya no me quedan ni más lágrimas ni más sonrisas, murmuró para sí mientras miraba su rostro, libre ya de maquillaje, devolviéndole una mirada inexpresiva y vacía justo cuando Luis Miguel, desde la radio, en voz muy baja, casi en un susurro, le decía que nada le consolaba si no estaba ella también. ¡Qué mierda! Nada hiere tanto a un corazón roto como una mentira de amor cuando te la canta Luis Miguel.
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