Ana ante el espejo.

 


                           Mientras se dirige a su dormitorio va lanzando a un lado y a otro su ropa: los estiletos de Jimmy Choo en el recibidor, el bolso de Prada en el salón, el vestido de Balenciaga en el pasillo y el reloj Bvlgari lo dejó tirado junto a la cama sin darle ninguna importancia. Ya lo recogerá mañana la chica del servicio. Le encanta hacer eso: demostrar que a pesar de vestir una fortuna la trataba con desprecio, como si lo que llevara fuera ropa de mercadillo. Hacía que se sintiera más rica y poderosa aún. Allí, en su habitación, desnuda frente al espejo -eso de llevar ropa interior era tan demodé-, observaba detenidamente su cuerpo. Para ser una mujer que ya había cumplido los cincuenta estoy perfecta, pensaba con orgullo. Se acarició cada parte de su cuerpo entre voluptuosa y exigente. Mis tetas aún  están en sus sitio y el sexo afeitado me ayuda a conservar ese aire aniñado que tanto excita a los hombres cuando me ven desnuda por primera vez. Eso nunca me falla. Sé lo que digo: saco de ellos su lado más perverso, los deseos que nunca confiesan -ni a ellos mismos- y los vuelvo locos. Con una mano se acariciaba el vientre, plano y duro, y con la otra las nalgas, duras y redondas, con ese toque de tersura que solo una genética privilegiada, un buen gimnasio y unas mejores cremas, caras, carísimas, consiguen mantener a su edad. Soy feliz, se dijo sonriendo al espejo sin mirarse a los ojos. Sabía que la Ana que estaba al otro lado, perfecta y aniñada, sonreiría también pero que sus ojos le llevarían la contraria. La Ana de este lado del espejo aprendió a mentir muy pronto. La otra no lo consiguió jamás.

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