Parecía mucho más fácil cuando se lo explicó: coge un folio en blanco, divídelo en dos y en una parte pon lo que has hecho de lo que te arrepientas; esas cosas que, según insistes cada vez que nos vemos, su recuerdo te avergüenza y te tortura. En la otra debía poner, según ella, las cosas que sin duda había hecho pero no pensaba en ellas y al final, en la próxima cita, verían que, en realidad, ambas partes estarían bastante equilibradas. Equilibradas, ya. ¡Y una mierda para mi! Dos horas, coño, dos horas llevaba mirando la mitad donde debería poner las cosas positivas, las cosas de las que, aunque no las tuviera presente, al recordarlas, se sintiera un poco orgulloso. Aunque fuera un poco. Dos horas perdidas mirando la mitad impoluta de un folio. Cada vez que iba a escribir algo se paraba. La punta del boli casi acariciaba el puñetero papel durante unos segundos y luego lo retiraba como el que va a comer de un plato que, al olerlo, siente arcadas. Si es que mientras más pensaba solo le veían recuerdos, algunos casi olvidados ya, de cosas que quisiera no haber hecho, no haber dicho, de personas que le confiaron su vida y él se la jugó a cara o cruz para ganar un poco más de dinero, para subir un poco más en el estatus de su profesión. No, desde luego, aquello no era algo por lo que sentirse orgulloso. Para nada. Pero ella insistió tanto que, a pesar de saber lo iba a pasar, ni supo ni pudo decirle que no. Aquella psicóloga era su clavo ardiendo y aunque sabía que se quemaría, se aferró a él con todas sus fuerzas. La lista de las cosas de las que se sentía avergonzado, aquellas que le torturaban en sueños y despierto, las que, como el limo de una ciénaga, cada vez le atrapaba más y más en el fondo, era realmente grande. la otra, inexistente. Mañana terminaba el plazo. Mañana a las nueve era la cita y él no podía permitir que su orgullo fuera vapuleado una vez más por nadie. ¿Ella quería los dos lados del folio llenos? Él se los daría llenos. Se levantó y volvió con lo único que heredó de su padre: una Mossberg 500. Su padre y él no se hablaban mucho pero ambos tenían la misma pasión. Aquella Mossberg 500 fue la última adquisición del viejo. Era una maravilla y ahora era él quien acariciaba esa belleza recorriendo casi voluptuosamente sus curvas y el frío acerado de su cañón. El estampido se escuchó en todo el edificio. Al fin y al cabo, esa era una escopeta para caza mayor, Si hubiera podido ver el resultado se hubiera sentido satisfecho. Incluso hubiera tirado de su terrible humor negro y seguro que de haber podido, al ver los trozos de su cerebro y las salpicaduras de sangre que manchaban la parte, hasta ese momento, inmaculada del papel hubiera dicho algo así como: bueno, ahí tiene lo que escondía mi cabeza. Seguro que ahora puede usted estudiarla mejor, ¿no?
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