Cada mañana se sentaba en el único banco público que quedaba en el barrio y veía amanecer. Hacía años que no dormía como dios manda: demasiados perros locos que se pasaban las noches aullando a la luna. O tal vez fuera su nevera, que crujía y chasqueaba quejándose de lo poco que últimamente tenía dentro. Elvira solía decirle cuando lo oía refunfuñar por el ruido que era que estaba vieja, que veinte años son demasiados para una nevera, pero no. Él sabía que la pobre sufría la crisis tanto como ellos, y como ellos protestaba, pero a su manera. O puede que fuera el viento helado que solía soplar entre las planchas que techaban el patio y que no paraba de hacer una sinfonía de ruidos extraños, agoreros, que parecían retumbar más en el alma que en los oídos. Ya no sabía qué podía ser lo que no le dejaba dormir. O tal vez sí. Tal vez simplemente fuera que desde que a Elvira se la llevó una mala noche una mala enfermedad a él, lo de dormir sin poder acurrucarse juntos, ya no le apetecía. Además, ver amanecer a diario desde el único banco público que quedaba en su barrio era un espectáculo tan hermoso que sería de tontos perdérselo. ¿A que sí, Elvira?
No hay comentarios:
Publicar un comentario