La razón de la sinrazón que a mi razón se hace.




                                  Antes me levantaba para hacer las cosas de cada día, incluso si el tiempo acompañaba, dábamos un paseo hasta el parque donde tú te volvías loca persiguiendo a las palomas y yo le daba un adelanto al libro que estuviera leyendo por entonces. Lo primero que dejé de hacer fue la cama. Total, era una estúpida pérdida de tiempo. Allí solo dormía yo y, cuando me pillabas dormido o despistado, tú, que te acurrucabas a mi lado y suspirabas cuando lo hacías. Luego dejé de afeitarme. Pronto comprendí que era otro tiempo malgastado. Nunca fui muy presumido, pero ahora, con la mascarilla cada vez que salíamos de casa, me resultaba estúpido lo de afeitarme. No recuerdo bien cuándo fue, pero también dejé de cocinar. No porque el tiempo empleado en ello me pareciera prescindible sino simplemente porque dejó de apetecerme hacerlo: primero lo de cocinar y luego lo de comer. Fui abriendo cada vez más de tarde en tarde las latas que almacenaba en el mueble despensero para comer algo al mismo tiempo que fui dejando de abrir la puerta o de descolgar el teléfono más a menudo para no tener que dar a nadie explicaciones que ni yo mismo tenía, y las que creía tener, me resultaban inverosímiles hasta para mí. No quería ver ni oír a nadie, no necesitaba que nadie me contara lo bien o mal que iban las cosas, lo bien o mal que lo estaba haciendo este gobierno -si es que aún existía eso que llamábamos gobierno-, no quería que nadie me llamara para decirme que este o aquel había caído en esa guerra invisible pero certera. Solos tú y yo nos bastábamos para compartir cama, comida y tristezas. Dejé de leer cuando la vista me empezó a fallar: me mareaba constantemente y las letras se convertían en borrones para mí. No sé qué día es ni cuándo comimos por última vez o cuánto llevamos en la cama, Sé que hace días porque el olfato no lo he perdido y, aunque entre la oscuridad de mi cuarto y la de mis ojos no veo prácticamente nada, el olor a amoniaco de los meados ya secos en la cama lo delata. No puedo salir ya de aquí aunque lo desease, que no lo deseo. Tú también pareces presentir que esto se acaba, Dama, y entre gemidos te pegas todo lo que puedes a mí buscando esta vez un calor que ya no te puedo dar. ¡Tengo tanto sueño! Duérmete tú también, Dama, y a lo mejor despertamos juntos en otro mundo menos cruel.

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