El barman silencioso.



                           Todos, en algún momento, queremos o tenemos que cambiar de vida. Eso es casi inevitable; una de esas leyes no escritas. A mí me llegó el momento a los cuarenta y cinco. ¡No hombre, vale ya del manido tópico de la crisis de los cuarenta! No, lo mío fue una crisis de confianza, que no de fe. Es verdad que no todos ustedes saben que yo, antes de barman -bartender nos llaman ahora- fui sacerdote, párroco rural para ser más exactos. Mi fe seguía ahí: unos días más alta y otros en franco declive. Como el Ibex 35, vamos. Y si en su momento no fue fácil saber que esa desazón que sentía ante todo lo que a mis amigos les motivaba era, en el fondo, lo que los creyentes conocemos como "la llamada," fue mucho más difícil comprender que no podía seguir ejerciendo mi ministerio como si fuera un robot: mecánica: monótonamente, como el operario en una línea de producción, sin sentir lo que decía a los que acudían a mí en busca de un consuelo o un consejo que yo debía darles pero para los que, en realidad, hacía tiempo que ya no tenía respuesta. Y ahí surgió lo del bar. Mi cuñado también se hartó, pero de mi hermana. Salió a comprar tabaco, y eso que él jamás fumó, y nunca volvió. Digamos que eso de ayudar a mi hermana con su negocio y su depresión fue mi excusa, mi pasaporte para volver a la vida seglar y ahora cada noche, de siete de la tarde a dos de la mañana, me pongo detrás de ese otro altar pagano que es la barra de un bar. 

                            Aquí nadie sabe que fui sacerdote aunque, si soy sincero, no creo que a nadie le importara un carajo. Además, la verdad es que entre este oficio y el otro, salvando lo salvable, hay más similitudes que diferencias. Escucho en silencio los problemas de mis clientes: el que se siente tan solo que evita ir a su casa como sea, el que piensa que su pareja le engaña pero tiene tanto miedo de saberlo que prefiere vivir y sufrir en el tormento de la duda, la mujer que necesita saber que aún es deseada, la parejita que empieza a salir y están tan seguros de que su historia de amor durará toda la vida, tanto como yo lo estaba de que mi vocación sería eterna. Y todos vienen a mí a contarme sus cuitas, a pedirme consejo, a vomitar sus miedos y sus dudas y a adormecer su mente o exaltar su sentidos con alcohol. A los manises y las aceitunas invita la casa, eh. Ellos saben que el código de honor de los barman es sagrado, casi como el secreto de confesión, y que les proteje. Jamás repetiría una confidencia dicha ante una copa por nada del mundo. Son casi las siete. Por fin terminé de limpiar la barra, de revisar las neveras, de rellenar los botes del picoteo y me quedan diez minutos antes de abrir, mis diez minutos antes de abrir. Suspiro y me siento delante de la barra, a solas y en silencio, con los dedos entrelazados y la cabeza apoyada en ellos y, como antes, como en mi otra vida,  pido un poco de sabiduría para poder ayudar a todos los que, sin saberlo, viene a pedir esa ayuda, y le pido a ese Dios que antes era mi jefe que me evite la tentación de juzgar los actos de otro sin hacerlo antes con los míos. Bueno, las siete en punto: abro lentamente la verja de la puerta del bar. Comienza otra noche. Hay que ganarse el pan nuestro de cada día.

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