El novelista.

 


                      Se terminó de vestir en el salón mientras miraba de reojo el caos que reinaba por todo el apartamento. Mirara donde lo hiciera solo veía papeles tirados, cajones vaciados por el suelo, muebles fuera de su sitio, las tripas del sofá, blancas, inmaculadas, saliendo por los enormes cortes hechos en su parte baja, los pocos cuadros que habían en las paredes estaban ahora destrozados y desperdigados por las esquinas, entremezclados con los cientos de trozos de cristales de la vajilla, la cristalería y el televisor. Mi televisor, coño, que no hace un mes que me lo compré. El salón era el escenario de una batalla campal. De hecho todo el apartamento lo era. Cuando terminó de vestirse y se miró en el espejo de la entrada, astillado y colgado solo de un lado, la imagen multiplicada que le devolvió de su propia cara llena de cortes y magulladuras le hizo comprender que en esta guerra absurda también había daños colaterales: no había sino que fijarse en su apartamento o en él mismo. Hasta hubiera sonreído si el labio roto y el tremendo dolor de costillas que le habían regalado los bestias que destrozaron todo no le apremiara para salir de allí no sea que se les pudiera ocurrir volver a destrozar un poco más cualquier cosa, no sé, tal vez hasta a él mismo.

                     ¿Pero qué coño querían? ¿Qué podía tener él, un novelista de cuarta fila, con más hambre que éxito, que ellos quisieran con tanto afán? El premio Planeta, no, desde luego. Ni el Pulitzer. De hecho, nunca había recibido ningún premio. Por no tener no tenía ni un accésit de mierda. Y los contados artículos que algún periódico le compraba, ya sea para los de versión en papel o para esos nuevos que solo existen en el mundo digital, apenas le daban para pagar el alquiler de ese mini apartamento y comer poco y mal. Gracias a la viejita y sus tuppers, joder, si no pasaría más hambre que el perro de un ciego. Claro que le hubiera ayudado saber qué demonios querían si les hubiera entendido cuando le preguntaban entre puñetazo y patada o mientras destrozaban todo lo que encontraban a su paso. Solo repetían una especie de letanía en una lengua que no era ni inglés ni francés, ni alemán ni ruso, ni árabe ni chino, al mismo tiempo que destrozaban mi casa o pateaban mi cuerpo. Eso sí, lo hacían todo metódicamente, de manera muy profesional: sabían hasta dónde llegar  y cuándo parase. Sí, tenían un método y lo aplicaban concienzudamente.

                       Salió de su casa sin molestarse en cerrar la puerta. Total, no había nada entero que mereciera la pena robar -¡mierda, la tele, joder, que la estrené el mes pasado!- y, además, la cerradura estaba reventada. Bajó las escaleras con paso lento, tratando de que las lágrimas no se le saltaran con el esfuerzo. Seguro que llevaba más de una costilla rota. Por fin logró salir a la calle. La luz del día le golpeó en los ojos magullados, claro que no fue lo único que le golpeó. No lo vió venir pero cuando sintió el puñetazo en las costillas rotas, como si le golpearan con un martillo pilón, se quedó con los ojos en blanco y sin respiración. Antes de irse al suelo notó cómo dos brazos de acero lo cogían por cada lado y lo lanzaron como si fuera un saco de papas al interior de un monovolumen que arrancó a toda leche provocándole otro latigazo de dolor. Alguien le puso una capucha, negra, por supuesto, y lo ató al sillón. Otra voz comenzó a interrogarle. Cada pregunta iba acompañada de un golpe en la costilla o un puñetazo en la cabeza o en el estómago. El interrogador no le tocaba, solo repetía con voz monótona una serie de preguntas y, por dios, que si le hubiera entendido le hubiera confesado lo que quisiera: hasta la muerte de Olof Palme o incluso el asesinato de Prim. Estaba a punto de volverse loco. Ya no era solo el dolor; este había sido superado hacía rato por el miedo y el miedo acababa de ser borrado por la indignación. Estaba loco de rabia, furioso, lleno de ira. Tanto que si hubiera tenido las manos sueltas le hubiera dado igual el dolor sus costillas rotas, el pis y la caca que en ese momento llenaban su vaquero o la bilis que se escurría por su camisa: probablemente se hubiera lanzado sobre sus carceleros y los hubiera atacado aunque solo fuera a mordiscos. Fantaseaba con esa imagen cuando una orden seca se escuchó a través del manos libre de un móvil y dejaron instantáneamente de zurrarle. Una mano experta comenzó a cachearle protestando asqueado por su aspecto. O eso creyó entender él por el tono del comentario y de las respuestas. Le quitaron la cartera y las llaves y luego notó que le ponían un paquete envuelto en plástico y cinta americana en el bolsillo. Y después nada: silencio absoluto durante un buen rato hasta que el de la mano de martillo pilón le dió un golpe en la nuca que lo dejó totalmente atontado, lo que aprovecharon para desatarlo y bajarlo del coche de una patada. Se levantó con los pulmones ardiéndole. Notó que aquello no era la ciudad. Tal vez los suburbios o el campo. Apenas se puso de pie notó ese frío intenso y acerado entrando por su costado y el calor viscoso de la sangre manchando su camisa y mezclándose con la bilis de sus vómitos. Fue cuando, por fin, comprendió algo de la locura de aquel día absurdo: estaba muerto, lo habían matado. Con los ojos cerrados trató de buscar, como si fuera un buen novelista, un final redondo para su historia pero no pudo: la muerte llegó primero.














 

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