El invierno se moría y mientras llegábamos a casa hablábamos de que para el próximo nos teníamos que comprar unos chubasqueros porque los dos odiábamos los paraguas -pero esta vez lo teníamos que hacer de verdad-, de que con el buen tiempo habría que revisar el sellado de la casa para ver si de una vez acabábamos con esa puta gotera que, año tras año hablábamos de arreglar, y apenas calentaba el sol de nuevo nos olvidábamos hasta la siguiente tormenta de invierno, yo te dije que no creía que los neumáticos del coche llegaran bien al fin del verano, cuando tenía la ITV, y tu bufaste comentando que el coche se llevaba más dinero que un niño chico. Hablamos de mil cosas de camino a casa ese fin de invierno. Lo que nunca me dijiste fue lo frías que iban a ser las noches sin poder acurrucarme a tu lado cuando acabara el próximo verano o de cómo me me iba a acompañar esa gotera tediosa que esta vez tampoco arreglamos y que, bendita sea, al menos rompía el silencio mortal que ahora reina en la casa, ni que tendría que tener la tele siempre encendida para notar menos que tú ya no estás. Porque ese día hablamos de que el invierno se moría y de todo lo que había que arreglar, pero ninguno de los dos tuvo el valor de decir que también se moría nuestro amor y de preguntarle al otro si creía que eso tenía arreglo
Los asuntos mundanos, materiales, superfluos y cosquilleos de toda índole. Sintomáticas majaderías marginadas entre los quehaceres mentales, esos que no ves más allá de acá, Dan la temperatura de la relación, ocurre que olvidamos el termómetro que un día se rompió. Tal vez por miedo a contaminarnos con el mercurio.
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