Las galletitas del café.


                                     Retrato al óleo obra de José da Silva.

                               Recorría las terrazas buscando esas galletitas que ponen con el café y que la mayoría de los clientes dejan olvidadas sin consumir. Las cogía disimuladamente, con la mayor naturalidad, como si se hubiera levantado de esa mesa momentos antes y se hubiera dejado olvidado algo en ella. Los camareros de la zona saben que muchos días son esas galletitas su único alimento y cuando lo ven rondar su terraza, al ir a recoger el platito de la cuenta de mesa, dejan disimuladamente alguna galleta de más en el plato del café. Son malos momentos para todos, piensan, y más para el viejo capitán. Le llaman así porque cuando apenas tenía veinte años heredó dos colts 45, una hacienda en Centroamérica y media docena de perros de presa. Antes, cuando las tardes flojeaban de clientes, nadie llevaba mascarilla y la única distancia que medio se respetaba era la que los árbitros de fútbol pintaban en el césped para tirar una falta con barrera, lo invitaban a tomar un café con con leche y un bocadillo de lo que fuera y lo rodeaban con la excusa de que les contara historias sobre revoluciones de las que nadie había oído nunca hablar en las que él, con sus dos colts al cinto y rodeado de sus perros, capitaneaba un grupo de rebeldes que defendían la libertad en países donde solo mencionar esa palabra ya era delito. El viejo capitán presumía, con la mirada velada por el humo de su pipa y el sombrero calado hasta las orejas, de haberse unido siempre a las causas perdidas.

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