Eran cuatro en la mesa y entre los cuatro ninguno bajaba de los setenta. Hablaban alzando la voz más de lo preciso y mirando de reojo, como disimulando la mirada, a los que estaban sentados cerca de ellos. Sentí una extraña mezcla entre enojo y pena al verlos. Eran cuatro y parecían competir sobre quién inventaba la mentira más creíble sobre sus éxitos pasados o la más increíble sobre los actuales. Yo los veía a diario aunque ellos nunca se fijaron en mí. Es normal. Nadie se fija en los carteros, los controladores del parquímetro o los barrenderos. Somos perfectamente invisibles. Eran cuatro, pero uno cometió un día un gran error: me miró directamente a los ojos Nunca debió de hacerlo. No me gusta que me miren a los ojos, por eso llevo la gorra calada hasta las cejas y con la visera echada hacia adelante, pero ese día hacía mucho calor y la mascarilla no ayudaba precisamente a sobrellevarlo. Yo me alcé la visera justo cuando él, presumiendo gallito sobre alguna de sus anécdotas falsas, también alzó la cabeza para echarse un trago de su chinchón y me miró directamente a los ojos; y ahí se decidió todo. Lo notó de inmediato. Lo sé porque se atragantó con la bebida y cuando cogió respiro trató de explicarle a los demás lo que había pasado señalando hacia donde yo estaba. Solo que yo ya no estaba. Al menos no allí. Eran cuatro en aquella mesa y los tres que quedaron se pasan ahora las mañanas contando historias del pobre Alfredo y de cómo se había mareado para caerse delante de la 13 cuando esta iba a toda velocidad por la Avenida Marítima. Cada día, a las doce en punto, piden un chinchón y brindan por él. Es enternecedor. Hasta a mí me dan ganas de brindar por él, pero claro, si bridara por todos los que dejaron de molestarme de una vez por todas, andaría todo el día borracho.
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