Cosas de cementerios.

 



                           Era una tarde de octubre, llovía y hacía ese frío húmedo del otoño canario. Eran los únicos que estaban en el Cementerio de Las Palmas. Él dibujaba panteones con sus lápices y carboncillos como trabajo fin de carrera haciendo hincapié en las características que los hacían obras de arte. Ella, sin embargo, había venido a visitar la tumba de su padre. Lo hacía cada aniversario: iba y pasaba la tarde allí, contándole cómo había ido ese año y, sobre todo, lo mucho que seguía echándole de menos. Esa tarde estaba más triste que otras veces. Tal vez fuera la lluvia, tal vez la soledad del lugar, que le recordaba demasiado a la de su casa. Él se sentó en el banco junto a ella y comentó lo bonito que estaba el cementerio, lo limpio y cuidado que lucía. Es extraño, pero nadie rechaza una conversación en un cementerio. Es como si necesitáramos reafirmar ante nosotros mismos que seguimos vivos, que no somos unas ánimas en pena que vagamos por ahí. Luego hablaron del tiempo que hacía, de lo cerca que parecía estar el invierno, de lo literario de algunos epitafios y hasta dieron juntos un paseo por los pasillos más antiguos. Cuando se despidieron al sonar la campana que avisaba del cierre de las puertas, él ya se había enamorado de ella hasta los huesos y ella había dejado su tristeza prendida de la esquina de alguna lápida. Cosas que solo pasan en ese viejo cementerio.

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