Cerró la puerta tras de sí con cuidado. No quería hacer ruido a esas horas. La casa estaba totalmente a oscuras salvo en el salón donde la luz parpadeante de un televisor casi sin volumen servía de faro. Tiago dormía en el sofá con el ceño fruncido, una pierna apoyada en el suelo como si fuera a levantarse de un salto de un momento a otro y la otra pierna colgando del brazo del sillón. Victoria lo miró tratando de sentir algo por él, lo que fuera: cariño, amor, ternura, rabia, asco, odio... lo que fuera. Pero no lograba sentir nada; solo una enorme y dolorosa indiferencia. Se sentó a su lado en la alfombra a observarlo tratando de reconocer en él al hombre que la fascinó hasta enamorarla, que la esperaba a la salida del trabajo sin importarle el tiempo que hiciera para volver juntos a casa, que siempre tenía una anécdota, un chiste o un chisme sabroso para conversar o hacerla reír. No lograba recordar cuándo o cómo se convirtió en ese esperpento barrigón, desaliñado, perezoso, que ni siquiera había recogido los restos de su cena y las tres latas de cerveza de la mesita del salón. Le era imposible sentir nada por ese extraño que ocupaba noche tras noche el sofá salvo alguna que otra, muy esporádica, que se dejaba caer en la cama para hacer una pobre imitación de lo una vez fue sexo apasionado y ahora era algo frío, vacío, mecánico y, afortunadamente, corto, para después desmadejarse como si hubiera hecho un esfuerzo titánico y roncar como un viejo y gastado motor diésel. Le era imposible creer que diez años de convivencia tuvieran ese resultado en ellos. Se levantó silenciosamente, por nada del mundo querría que Tiago se despertara. Se metió en el dormitorio, se dejó caer en la cama así tal cual venía del trabajo, y como casi cada noche, se quedó dormida llorando abrazada a su almohada.
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