Ya sé que me echas de menos, hijo, y yo a ti, te lo juro, pero cada vez me cuesta más sentarme a hablar de cosas que antes me parecían interesantes y que ahora, no sabría decirte el por qué, me parecen aburridas o estúpidas. Tal vez se deba a que la mayoría con los que antes pasaba las horas hablando ahora están al otro lado de la frontera y no en este. Y para hablar con ellos ya no necesito hablar. Cada hoja del calendario que cae se lleva con ella a un amigo querido, a una antigua amante, a un hermano, a un vecino. Es la siega inexorable que no entiende de meses ni estaciones, que no contempla si es primavera u otoño. Simplemente mueve sin parar su guadaña llevándose por delante a cualquiera, sin discriminar. Y a mí me deja cada vez más solo, más triste, más mudo. Porque, hablar para qué y, sobre todo, ¿con quién? Perdona hijo, sí, claro que estás tú. Pero compréndeme: tú has de vivir tu vida, no la vida de los muertos. No, querido, no te engañes; yo ya estoy muerto solo que aún no nos hemos dado cuenta. Mira, hoy es cinco, tal vez cuando caiga la hoja de este mes para dar paso a otro llegue mi turno y me toque irme a mí. Igual entonces, en el otro lado de la frontera, cuando me reencuentre con tus abuelos, mis amantes, mis hermanos, tal vez entonces, creo, me apetezca de nuevo hablar.
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