Cuando la miro daría lo que fuera por poder retroceder hasta el preciso instante en que nos conocimos y rectificar tantos errores, atreverme a decirle aquella verdad que siempre murió en mis labios antes de llegar a sus oídos aunque siempre supe que ella también lo supo desde el primer momento. Pero en vez de eso, pasábamos el tiempo hablando de si este o aquel amigo había envejecido mal o peor o de la última teoría conspiranóica sobre si la Covid-19 fue diseñada en un laboratorio militar y se escapó por accidente o la soltaron para iniciar la tercera guerra mundial, esta vez, biológico-económica. En realidad quisiera poder parar el tiempo y quedarme para siempre mirando sus ojos tan brillantes, cambiantes de color según su humor; o su boca, con esos labios frescos y carnosos que cada vez que miro sueño besar. Pero sé que la cortesía exige que devíe la mirada y eso es lo que hago, para eso me educaron. Cuando nos vamos dejamos entre nosotros un nimbo de tensión sexual jamás resuelta y me prometo, como siempre, que la próxima vez mandaré a la mierda la cortesía y por una vez en la vida, aunque solo sea una vez, daré de lado a mi educación encorsetada entre normas estrictras y haré lo que me muero por hacer desde que la conocí y, de repente, yo, tan recto y gris, normalmente tan calmo y sensato, dejaré de hablar de cosas que, en realidad dudo que a ninguno de los dos nos interesen de verdad, para besarla hasta que nos quedemos sin aire en los pulmones y ver qué pasa por fin si dejo que el deseo domine a la cortesía.
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