Mi padre me decía que estudiara, que consiguiera un buen trabajo, que me casara y tuviera una familia para que le diera nietos, que me hiciera, en resumen, un hombre de provecho. Yo quería ser futbolista, se me daba bien. Era un portero excelente y soñaba con defender la portería de un gran equipo o recoger el Zamora ante decenas de cámaras de prensa. Pero mi padre insistía en que me fijara en él y que me dejase de tonterías y fantasías. Mi padre era un hombre honrado, serio, cabal. Con su trabajo de administrativo para el Estado sacó adelante a una familia de seis hijos. ¿Cómo no iba a hacerle caso? Esta semana hace cinco años de su muerte; justo un mes después de mi Graduación en Derecho. Aunque suene cruel, no saben cómo me alegro de su muerte. No sé cómo hubiera encajado ver a su hijo abogado, serio, casado y con familia y cabal como él trabajar de machaca a media jornada en un despacho de los de Triana por menos de seiscientos euros al mes, esperando pacientemente cada jueves por la tarde en la fila de Cáritas para recoger una pequeña compra y poder dar de comer a sus dos nietos, aunque a estos nunca los conoció. Mi mujer no aguantó más esta mierda de vida -o tal vez mis continuas quejas, no sé- y se fue. No la culpo. Si no fuera tan como mi padre probablemente lo hubiera hecho yo antes que ella. Mientras preparo algo para que los niños cenen sigo soñando despierto con el portero que pude haber sido y con ese trofeo Zamora que ya sé que jamás acariciaré entre mis manos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario