A sus cuarenta y cinco años seguía teniendo el mismo cuerpo breve y duro que cuando cumplió los veinte. Tenía cierto aire aniñado. Tal vez fuera por la mirada traviesa, casi provocativa o puede que fuera porque era imposible no quedarte enganchado de su sonrisa o quizá fuese el tono de su voz, que era como la primera copa de la noche: te desinhibía mientras notabas como, poco a poco, su calor recorría tu cuerpo. Así era ella. Él, sin embargo, iba a cumplir cincuenta años y en su cuerpo se notaban todos y cada uno de ellos. Solo desentonaba su mirada. Era como si tuviera el poder de traspasarte, de averiguar eso, precisamente eso, que no querías que se supiera, Era una mirada cautivadora y viva y él parecía tener el poder de modular su intensidad según su interés. A veces parecía la mirada ingenua de un niño y otras estaba cargada de fuerza y picardía. Era casi imposible no caer en sus redes. Y ella cayó. Bueno, seamos justos: cayeron ambos. Se enamoraron apenas se vieron. De cien veces yo no hubiera apostado ni una sola por ese amor. Porque sin duda fue amor. Los conozco a los dos desde hace años y sé lo que me digo. Fue amor del bueno, del pasional, del adolescente, aunque tuvieran ya esta edad, del que cuando ves al otro se te encoge el estómago y no puedes evitar que tus manos vayan hacia las del otro para acariciarlas, para apretarlas y tratar de fundirlas en una sola. Ella tenía ese efecto sobre los hombres y él, a pesar de los años vividos, de la experiencia y de estar de vuelta de todo, cayó como un pardillo. Yo hablé con él, en serio, lo hice. le expliqué el tremendo error que cometía enamorándose a esa edad, en este momento de su vida y, sobre todo, de esa mujer. Pero tiran más dos tetas que cien razones, y las de ella estaban increíblemente bien puestas, con esos pezones rugosos y oscuros que se empitonan apenas se excita. No quiso escucharme. Por eso lo maté. Para los demás fue un triste accidente, un mareo mientras trataba de abrir la ventana de su despacho. Demasiados ansiolíticos y demasiado alcohol, dijo el forense. Pobre, pero no podía dejar que me ganara por la mano su amor. Fue lógico que ella se acercara aún más a mí. Al fin y al cabo, los tres nos conocíamos desde hacía muchos, muchos años. Incluso entramos en la Administración al mismo tiempo. Éramos inseparables. Lo demás no tiene secreto: una caricia que se extiende un poco más de lo habitual, un cruce de miradas que se mantiene como un duelo de espadas demasiado tiempo y, como por accidente, ese beso que, en vez de la mejilla acaba en los labios, para que nuestros dos cuerpos acabaran enredados, desnudos y empapados de sudor y sexo, exhaustos, temblorosos, satisfechos y con ganas de volver a empezar el juego. Ahora somos pareja. Al principio los compañeros del trabajo se extrañaron, no solo porque no hacía tanto del "accidente" de él sino porque fuera yo quien llegara con ella de la mano al trabajo. Pero a ninguna de las dos nos importa. Por fin logré que comprendiera que solo una mujer sabría sacar todo el placer que se escondía en su cuerpo, breve, sí, pero intenso, y a la vez, hacerla vibrar cuando la acarician como si en vez de carne y hueso fuera de níquel, como la cuerda de una buena Fender Stratocaster.
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