Odiaba a su público. Lo odiaba visceralmente, lo despreciaba. Era una pandilla de borrachos incultos que se reía por contagio, sin entender realmente el trasfondo de su humor. Venían a su espectáculo, bebían, se reían, bebían, aplaudían y seguían bebiendo y riendo porque, vaya usted a saber por qué, él era ahora el monologuista de moda y era casi imprescindible twittear su última gracia aunque no la entendieran, o mejor aún, hacerse un selfi con el escenario como fondo mientras él actuaba. Eran como hojas secas que el viento lleva de acá para allá sin voluntad propia. Ellos también seguían o no a este o aquel según los gurús de las tendencias lo encumbraran o sumieran en el olvido. Por eso sentía hacia ellos ese profundo desprecio y ese asco que le revolvía las tripas cada vez que se subía a un escenario y veía sus enrojecidas caras hipócritas, medio borrachos, aplaudiendo sin que ni siquiera hubiera abierto aún la boca para hacer su primera gracia. En fin, hay que comer y ya era hora de empezar esta noche:
-¡Buenas noches señoras y señores! Gracias por estar aquí. Son ustedes el mejor público que se pueda desear: los adoro. En realidad me recuerdan a mi suegra, ojalá que Dios la tenga pronto en su Gloria, cuando nos tropezamos en la mitad de la noche yendo al baño a orinar y me dice con su voz chillona aquello de: ¡no dejes el suelo lleno de gotitas, coño, apunta bien, que ya tienes edad!
Adorable mujer...
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