El día a día se le hacía cada vez más insoportable: la ducha, desayunar, ponerse la mascarilla -ahora tiene que ser una ffp2-, ir a la compra con más miedo que precaución por la gente que se cree inmune a todo, inmortal como dioses de la imbecilidad, volver a casa, lavarse las manos -el tiempo de rezar un padrenuestro-, ponerse hidroalcohol, desinfectarlo todo, para luego encerrarse en su despacho salón entre montañas de papeles, emails, videollamadas, expedientes y una soledad tan grande que, poco a poco, lo hundía cada día más. A veces se tomaba un café con la mirada perdida en la ventana que daba al parque y recordaba con cierta nostalgia absurda la época en la que maldecía todo lo humano y lo divino por tener que ir en un vagón de metro abarrotado de gente, mucha de ella oliendo descaradamente a humanidad, hasta una oficina pecera, donde el jefe te observaba a través de los cristales a pesar de estar repleta de cargantes cartelitos que trataban de ser motivadores o tener que comer cualquier cosa en la barra de un bar lleno de ruidos y olores a comida. Nada que ver con su aséptica, ordenada, silenciosa y aburrida, terriblemente aburrida, vida actual donde solo era feliz cuando dormía.
Allí, en ese mundo de los sueños, ¿tal vez el real?, no existía nada de todo aquello. Allí, en ese mundo, cada noche era alguien diferente sin dejar de ser él mismo. Allí volvía a ser un niño feliz y curioso que se quedaba ensimismado ante cualquier cosa que le llamara la atención, volvía a ser un joven que descubría su capacidad de memorizar cosas perfectamente prescindibles pero que unidas entre sí forjaron un muro que durante mucho tiempo lo defendieron de otras muchas cosas que vinieron después hasta que, inevitablemente, como en cualquier asedio, este también se fue resquebrajando hasta venirse abajo. Allí, en sus sueños, volvía a enamorarse, a sentir ese vértigo tremendo y fantástico que te hacía volar sin alas. Allí no existía ese nubarrón gris que, igual que si fuera de plomo, mantenía su vida cada vez más pegada al suelo, casi sin poder alzar la cabeza ni para respirar. Allí, en los sueños la vida dejaba de ser en blanco y negro y se teñía de unos colores que le hacían sentir calmado y feliz. Por eso, mientras tecleaba los expedientes en el ordenador, miraba de vez en cuando las cajas de somníferos y ansiolítico que le había recetado el psiquiatra para mitigar la ansiedad y la depresión y que él, en realidad, nunca se había tomado. Nunca hasta esta noche. Pero no para suicidarse, eso no le interesaba, nunca huyó de nada en su vida. Los tomaría para dormir, para dormir mucho, mucho, tiempo, Los tomaría para, ser feliz mucho, mucho, tiempo. La pena, pensó, es no poder ver la reacción del forense cuando, dos o tres días más tarde, al no conectarse con el trabajo, descubrieran su cuerpo en la cama, bien rasurado, bien peinado, tapado con el cobertor y con una enorme sonrisa en los labios
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