Me sentía harto de todo, perdido, cansado de buscarle sentido a la vida, a mi vida, desesperado por saber qué era verdad y qué no. Estaba, en una palabra, decepcionado. Y apareció el lama Bodhidharma. Fue toda una revelación para mí. Todo en lo que había creído, todo lo que había perseguido durante mi vida se derrumbaba ante mis ojos como la casita de paja de los tres cerditos ante el soplido del lobo. El lama Bodhidharma me abrió los ojos a la realidad del ser humano y a la trascendencia del alma. Por fin había encontrado la verdad que tanto tiempo busqué. Me hice budista y comprendí que el ser humano no moría definitivamente sino que al cuarto día de que el cuerpo y el alma se separaran, esta volvía a otro cuerpo hasta que se cumpliera su destino. En el fondo yo ya lo intuía. Siempre tuve el déjà vu de que, en otra vida, había sido un miembro de la Comuna de París y en otra había luchado junto a Viriato. Ya llevo cuatro días muerto y mi alma se acaba de reencarnar tal y como me enseñó el lama Bodhidharma. Lo que no recuerdo que me dijera es que podría reencarnarme en cualquier ser vivo. Y aquí estoy, en la alameda, reencarnado en un frondoso árbol y con un samoyedo con su pata apoyada en mi tronco y meándome sin cortarse un pelo. No sé, tal vez me precipité y no debí dejar el cristianismo, que es cierto que te mueres, que te entierran o te incineran y que ahí te quedas esperando al fin de los tiempos para resucitar pero que ningún perro acaba meándote, carajo.
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