Lo primero que guardaba en la caja de cartón marrón era el árbol de navidad. Cada año decía lo mismo: este es el último, el pobre está tan cascado que no creo que aguante uno más. Luego colocaba las bolas por tamaños y colores. Odiaba el desorden. No entendía a la gente que cuando las fiestas se terminaban lo cogía todo y lo metía así, a batiburrillo, manga por hombro, en una caja o, peor aún, en una de esas bolsas cutres de hipermercado y luego quedaba allí todo, mezclado y roto, hasta que al año siguiente alguien lo sacara de la fosa común. En la mesa, junto a las luces de colores, ese año había un paquete pequeño envuelto en un papel dorado reluciente atado con una cinta roja. Una nota pegada en su exterior advertía con letras de molde: no abrir, contiene un año de amor. Eso fue lo último que metió en la caja antes de cerrarla con una de esas cintas de embalar de las que venden en los chinos. A veces, como al descuido, miraba al espejo que cubría la pared del salón. Allí, sudoroso, le devolvía la mirada un señor regordete vestido con un chándal gris, con el rostro gris y los ojos apagados que se peleaba con la caja para cerrarla perfectamente. Miraba una y otra vez, pero por muchos intentos que hacía no logró ver por ningún lado a aquel niño que una vez fue y que siempre correteaba por todos los lados, unas veces persiguiendo a su sombra y otras perseguido por ella.
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