Le daba igual que todos se rieran de él cada vez que decía que quería ser futbolista. No entendía por qué lo miraban de esa manera tan displicente cuando lo veían ir hacia el polideportivo vestido de corto y con el balón colgando de su red en el hombro. Tampoco entedió el desprecio que iba encerrado en el comentario del entrenador cuando, burlonamente, le dijo que su sitio en el equipo era el de utillero, no el de delantero, y que se sentara fuera del banquillo. No entendía nada porque cuando Manu se miraba en el espejo no veía diferencia entre él mismo y los otros niños de su edad que, cada domingo, vestían la equipación del club. Eran los otros, los que ya habían perdido la ilusión brilla en la mirada de los niños, los que lo veían solo como un gordito patizambo no muy despierto, los que lo veían como fruta estropeada, que o la apartas de la sana o acaba estropeándola.
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