Roscas.
El espectador.
A veces la nostalgia dejaba de ser ese camino trillado, ese sofá cómodo que a fuerza de sentarse en él había dejado su huella y el trasero le encajaba perfectamente y se convertía en una senda tortuosa y oscura que debía recorrer con el continuo temor de tropezar a cada paso. Era como meterse en un zarzal una noche sin luna; en cada error del camino dejaba un trozo de disfraz o un jirón de piel hasta que, perdido en mitad de un laberinto de tristeza del que no sabía si podía o sabía salir y que, mientras más tiempo pasaba en él menos quería hacerlo. La única medicina válida para esa tristeza era huir. Huir. ¿Pero cómo, de quién? ¿Huir de qué y a dónde? Sentado en mitad del laberinto se preguntaba hasta la obsesión dónde encontraría ese aire que no estuviera viciado por recuerdos; ese lugar, físico o mental, que no estuviera plagado por imágenes de historias pasadas, tal vez reales, tal vez inventadas, pero que ante la realidad palpable e hiriente de su presente, un presente odioso y odiado, esos recuerdos, reales o no, necesariamente eran para él la tabla a la que un náufrago se aferraba desesperadamente en medio del océano. Era irónico: él, que siempre quiso ser protagonista de su vida jamás logró pasar de ser espectador de la vida de los demás. Un mero comparsa de relleno, un figurante que permanecía sentado medio en sombras en la última mesa mientras que el centro del escenario, la luz de los focos y la mirada atenta del respetable era para don Juan Tenorio y don Luis Mejías retándose por conseguir los favores de doña Inés. Tanto tiempo sentado atrás, tanto tiempo siendo solo un espectador de vidas ajenas que ahora que quería protagonizar la suya no podía: simplemente había olvidado cómo hacerlo.
Locura de amor.
Estaba completamente seguro de que tenía mujer y un hijo, Sara y Ezequiel, de que se había casado en una pequeña ermita perdida entre montañas y que de viaje de novios habían ido al mar para que Sara lo viera por primera vez. Estaba muy seguro, pero por más que revolvía la casa de arriba a abajo no encontraba nada que apoyara su creencia. A pesar de ello, él seguía absolutamente convencido de que aquello era así, por eso un sábado acudió a denunciar su desaparición. Y cuando la policía le dijo que, según todos los archivos, él jamás había estado casado, denunció a la policía ante el juez, y a este ante la prensa cuando su señoría, ante las pruebas e indicios, dio por acertada la versión de la policía. Por las noches daba vueltas y vueltas en el salón de su casa, con la luz apagada y mascullando entre dientes palabras ininteligibles. Estaba seguro de que había una mano negra conspirando contra él y su ira adquiría niveles violentos cuando algún tertuliano televisivo resaltaba que, no solo no había pruebas físicas de la existencia de su supuesta familia sino que, de las que sí había, era de su paso por diferentes centros de salud mental. ¿Qué sabrían ellos? Le gritaba furioso a la tele. ¡Pues claro que había estado en un hospital mental! ¿Qué mejor prueba que esa necesitaban? Allí fue donde conoció a Sara. Se enamoraron enseguida y se escaparon juntos una noche en verano para que la llevara a ver el mar. Sara estuvo un buen rato callada mirándolo y luego le dijo que era como el estanque del tío Alberto, en el pueblo, pero sin un muro cochambroso que lo rodeara. Entonces fue cuando le dijo que estaba embarazada de él y que quería llamar Ezequiel al niño. Ni se planteó que fuera niña; dijo que eso una madre lo sabía. Fue allí, en aquella cala, donde se metieron los dos desnudos, riendo y gritando en el mar y aunque él estuvo días sentado en la orilla hasta que unos pescadores llamaron al médico, no vio ni cuándo ni por dónde salió Sara con Ezequiel. Tres años hace ya y cada vez que le dan el alta y comienza a buscarlos otra vez, un nuevo recuerdo se va difuminando. Por eso por las noches tiene miedo de quedarse dormido por si al despertar fuera el recuerdo de su cara el que se hubiera ido definitivamente con el sueño.
Calcetines deshilachados.
Nadie salvo el director conocía su verdadero nombre. En el periódico firmaba sus viñetas como "la dalia negra". Era un verdadero genio haciendo un humor ácido y sin complejos sobre cualquier tema de actualidad. De hecho, había quien decía que sus viñetas eran verdaderos editoriales sin necesidad de sesudas palabras. Los lectores lo adoraban y, poco a poco, su sección se convirtió en la más visitada de la edición digital hasta que una mañana de diciembre su viñeta no llegó a tiempo. Bueno, en realidad, no llegó y punto. Fue el día en que, cuando al llegar a casa y al abrir el armario para dejar su abrigo, no vio en él la ropa de Verónica y en la cómoda solo quedaban sus calcetines, tristes, negros, que echaban de menos a los pinkies de colores de Vero. Mirándolos notó que sus bordes empezaban a deshilacharse. Sentado en la cama, dándole vueltas a la alianza de acero en su dedo, pensó que así se sentía él sin ella: como un calcetín viejo y deshilachado. Poco a poco sus viñetas dejaron de tener esa chispa y esa frescura para el lector y fue sustituido por un dibujante más joven, más ambicioso, más ávido de gloria, que firmaba con su propio nombre. El director, no sé si por amistad o porque hubo una vez en la que él también se sintió como un calcetín viejo y deshilachado, agarrado al gollete de una botella de whisky para no caerse del mundo, en vez de despedirlo le encargó la sección de necrológicas. Nunca, nadie, escribió unos obituarios con más entrega. Los lectores empezaron a comentar que más que a la tristeza, leerlos, movía a una cierta ternura, que en vez de esquelas parecían poemas llenos de dolor por el amor y la vida perdidos. Ahora la sección de necrológicas es la más visitada del periódico y el chico nuevo de las viñetas lo mira con un nada disimulado rencor cada mañana en las reuniones de la plantilla, mascullando entre dientes un ojalá pronto sea yo quien se encargue de redactar tu esquela, desgraciado.
Majada Grava.
Clarita y Sartre.
Yo una vez tuve una novia, un perro que se llamaba Sartre y hasta estuve a punto de ser funcionario pero nunca pude con la oposición, ¿sabe usted?, por eso estoy aquí. ¿Sartre? Sí, mucha gente se extrañaba también pero es que era un perro muy sabio y tranquilo que siempre te miraba como si estuviera meditando sobre las cosas que veía o que yo le decía. Porque Sartre entendía todo lo que le decía, de eso no le quepa duda, y te respondía con la mirada. Jamás vi una mirada así, ni en animal ni en humano. Mi Sartre: ¡cómo lo echo de menos! No se imagina lo solitaria y dura que llega a ser la vida sin un amigo como él. ¿Novia? Sí, ya le dije que tuve una formal: Clara, bueno, yo la llamaba Clarita, pero lo nuestro no cuajó. En realidad era imposible que cuajara, ¿sabe usted? Ella quería casarse con un funcionario y yo nunca pasé las oposiciones. ¿Y qué quiere qué le diga? Supongo que me despistaban tantos libros, tantos conceptos insulsos, tantas leyes... no sé. A mí lo que desde siempre lo que me ha gustado es ver cómo se mueven las estrellas cuando es noche cerrada, mirar pasar a la gente, andando como hormiguitas, de acá para allá y tratar de comprender por qué las cosas son como son. ¿Ve usted? Para eso Sartre era único. Nos sentábamos juntos en una ladera a la entrada de la ciudad y yo le iba contando mis ideas, no sé, lo que estuviera pensando en ese momento, y él me respondía con esa mirada profunda y llena de comprensión que a mí me llenaba de tranquilidad. Sartre tenía una sabiduría sobre la vida que ni yo ni usted, y perdón por ser así de sincero, jamás tendremos. Dígame, ¿Cómo iba a cambiar esa vida por la de un triste puesto de funcionario en algún triste y gris ministerio, esclavo de un horario de 8 a 3 y prisionero de la tristeza y la apatía el resto de mi vida por mucha seguridad económica que tuviera el empleo, como siempre decía Clarita? Por eso estoy aquí y yo sé que usted, doctor, me comprende, porque aunque no es Sartre ni tiene su mirada, es verdad que sonríe como él. Y eso me reconforta. Seguro que es usted un buen loquero.
Tirar la toalla.
No tires la toalla. No sabes cuántas veces habrás sido tú el que ha dicho esas palabras a alguien que estuviera tan hundido como lo estás en estos momentos. No tires la toalla. Desde más allá de las cuerdas del ring es fácil gritar consejos de ese estilo. Lo difícil es estar encima de la lona, entre estas doce cuerdas, empapándolo todo con el sudor y la sangre que caen de tu cuerpo cada vez que te mueves, cada vez que tratas de respirar, cada vez que tratas de adivinar de dónde vendrá el próximo golpe y si ese será, por fin, el definitivo, mientras en el lado no iluminado del cuadrilátero siguen gritándote que tú puedes, que sigas adelante, que no tires la toalla. Bajo tus pies el mar brama y golpea la base del bufadero haciendo salpicar las olas hasta donde tú estás, Estás empapado de agua salada pero no te mueves. Sueles ir a ese bufadero cuando necesitas averiguar si aún puedes continuar un asalto más aunque acabe contigo tumbado en la lona mojada de tu sudor, sangre y babas o si esta vez el castigo es demasiado fuerte y acabarás tirando la toalla a pesar de los gritos que te dicen que no lo hagas. Los mismos gritos que tú antes dabas a otros. Vaya, esta ola sí que vino con fuerza. Hizo temblar la peña entera y lo que te mojó no fueron unas gotas, pocas o muchas, sino un buen chaparrón. Como si el mar, negro a esta hora cercana al amanecer, coronado de espuma, quisiera llamarte. Sabes que solo hay un paso. Que si das un paso no tienes que tirarte, que el propio mar, en el siguiente embate, te arrastrará sin dudarlo. Lo has visto con otros a los que tú, desde una distancia segura, gritaste que no tiraran la toalla. Un paso, una ola y luego, como en un truco de magia, nada. Va a amanecer. Ves cómo el sol empieza a colorear el mar y de repente el cansancio es mayor que cualquier otra cosa en tu vida así que das un paso pero lo das hacia atrás, hacia el siguiente golpe, hacia el siguiente grito que te aconseje que no tires la toalla.
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