Nadie salvo el director conocía su verdadero nombre. En el periódico firmaba sus viñetas como "la dalia negra". Era un verdadero genio haciendo un humor ácido y sin complejos sobre cualquier tema de actualidad. De hecho, había quien decía que sus viñetas eran verdaderos editoriales sin necesidad de sesudas palabras. Los lectores lo adoraban y, poco a poco, su sección se convirtió en la más visitada de la edición digital hasta que una mañana de diciembre su viñeta no llegó a tiempo. Bueno, en realidad, no llegó y punto. Fue el día en que, cuando al llegar a casa y al abrir el armario para dejar su abrigo, no vio en él la ropa de Verónica y en la cómoda solo quedaban sus calcetines, tristes, negros, que echaban de menos a los pinkies de colores de Vero. Mirándolos notó que sus bordes empezaban a deshilacharse. Sentado en la cama, dándole vueltas a la alianza de acero en su dedo, pensó que así se sentía él sin ella: como un calcetín viejo y deshilachado. Poco a poco sus viñetas dejaron de tener esa chispa y esa frescura para el lector y fue sustituido por un dibujante más joven, más ambicioso, más ávido de gloria, que firmaba con su propio nombre. El director, no sé si por amistad o porque hubo una vez en la que él también se sintió como un calcetín viejo y deshilachado, agarrado al gollete de una botella de whisky para no caerse del mundo, en vez de despedirlo le encargó la sección de necrológicas. Nunca, nadie, escribió unos obituarios con más entrega. Los lectores empezaron a comentar que más que a la tristeza, leerlos, movía a una cierta ternura, que en vez de esquelas parecían poemas llenos de dolor por el amor y la vida perdidos. Ahora la sección de necrológicas es la más visitada del periódico y el chico nuevo de las viñetas lo mira con un nada disimulado rencor cada mañana en las reuniones de la plantilla, mascullando entre dientes un ojalá pronto sea yo quien se encargue de redactar tu esquela, desgraciado.
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