Aquel fue el verano en que Lola lo dejó y Paco se envició con las roscas. Las comía continuamente, compulsivamente, con un apetito ansioso que jamás se saciaba. Aquel fue también el verano que se rompió la pierna derecha por tres lados en un accidente de moto una noche de borrachera con los colegas, que querían sacarlo por ahí para que olvidara a Lola. Verano, cuarto piso sin ascensor, con la pierna rota y encerrado en casa: así fue como se envició con las roscas y con el cine clásico de terror. También devoraba aquellas viejas películas en blanco y negro que veía como hipnotizado en una plataforma de cine de pago. Así junio, julio, agosto, septiembre. Y llegó octubre, su pierna ya era capaz de sostener su peso, de andar casi normalmente y las roscas, la escayola, los maratones de cine y Lola quedaron encerrados en el mismo cajón de la memoria durante años. Justo hasta ayer. Ayer le dijeron que, en realidad, Lola siempre quiso volver con él, que se fue por una perreta pero que él había sido siempre su gran amor. Que su marido la pilló escribiéndole una carta las navidades del año de la pierna rota y él, para no ser menos, le rompió la cara a hostias. Y debió de cogerle el gusto porque si estaba muy callada le daba una zurra y si hablaba más de la cuenta -según él- le daba otra. Hasta ayer. Ayer Lola amaneció dormida, muy dormida; tanto que ni la policía ni el juez lograron despertarla. Paco canceló toda su agenda, se encerró en casa y, sentado frente al televisor, empezó a comer roscas y ver, de nuevo las viejas películas de terror que vio aquel verano. Lloraba en silencio. Lloraba a mares. No sabría decir si porque la pierna, de repente, le había empezado a doler de nuevo o porque esta vez Lola lo había dejado para siempre.
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