Tirar la toalla.



                                 No tires la toalla. No sabes cuántas veces habrás sido tú el que ha dicho esas palabras a alguien que estuviera tan hundido como lo estás en estos momentos. No tires la toalla. Desde más allá de las cuerdas del ring es fácil gritar consejos de ese estilo. Lo difícil es estar encima de la lona, entre estas doce cuerdas, empapándolo todo con el sudor y la sangre que caen de tu cuerpo cada vez que te mueves, cada vez que tratas de respirar, cada vez que tratas de adivinar de dónde vendrá el próximo golpe y si ese será, por fin, el definitivo, mientras en el lado no iluminado del cuadrilátero siguen gritándote que tú puedes, que sigas adelante, que no tires la toalla. Bajo tus pies el mar brama y golpea la base del bufadero haciendo salpicar las olas hasta donde tú estás, Estás empapado de agua salada pero no te mueves. Sueles ir a ese bufadero cuando necesitas averiguar si aún puedes continuar un asalto más aunque acabe contigo tumbado en la lona mojada de tu sudor, sangre y babas o si esta vez el castigo es demasiado fuerte y acabarás tirando la toalla a pesar de los gritos que te dicen que no lo hagas. Los mismos gritos que tú antes dabas a otros. Vaya, esta ola sí que vino con fuerza. Hizo temblar la peña entera y lo que te mojó no fueron unas gotas, pocas o muchas, sino un buen chaparrón. Como si el mar, negro a esta hora cercana al amanecer, coronado de espuma, quisiera llamarte. Sabes que solo hay un paso. Que si das un paso no tienes que tirarte, que el propio mar, en el siguiente embate, te arrastrará sin dudarlo. Lo has visto con otros a los que tú, desde una distancia segura, gritaste que no tiraran la toalla. Un paso, una ola y luego, como en un truco de magia, nada. Va a amanecer. Ves cómo el sol empieza a colorear el mar y de repente el cansancio es mayor que cualquier otra cosa en tu vida así que das un paso pero lo das hacia atrás, hacia el siguiente golpe, hacia el siguiente grito que te aconseje que no tires la toalla.

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