El espectador.

 


                           A veces la nostalgia dejaba de ser ese camino trillado, ese sofá cómodo que a fuerza de sentarse en él había dejado su huella y el trasero le encajaba perfectamente y se convertía en una senda tortuosa y oscura que debía recorrer con el continuo temor de tropezar a cada paso. Era como meterse en un zarzal una noche sin luna; en cada error del camino dejaba un trozo de disfraz o un jirón de piel hasta que, perdido en mitad de un laberinto de tristeza del que no sabía si podía o sabía salir y que, mientras más tiempo pasaba en él menos quería hacerlo. La única medicina válida para esa tristeza era huir. Huir. ¿Pero cómo, de quién? ¿Huir de qué y a dónde? Sentado en mitad del laberinto se preguntaba hasta la obsesión dónde encontraría ese aire que no estuviera viciado por recuerdos; ese lugar, físico o mental, que no estuviera plagado por imágenes de historias pasadas, tal vez reales, tal vez inventadas, pero que ante la realidad palpable e hiriente de su presente, un presente odioso y odiado, esos recuerdos, reales o no, necesariamente eran para él la tabla a la que un náufrago se aferraba desesperadamente en medio del océano. Era irónico: él, que siempre quiso ser protagonista de su vida jamás logró pasar de ser espectador de la vida de los demás. Un mero comparsa de relleno, un figurante que permanecía sentado medio en sombras en la última mesa mientras que el centro del escenario, la luz de los focos y la mirada atenta del respetable era para don Juan Tenorio y don Luis Mejías retándose por conseguir los favores de doña Inés. Tanto tiempo sentado atrás, tanto tiempo siendo solo un espectador de vidas ajenas que ahora que quería protagonizar la suya no podía: simplemente había olvidado cómo hacerlo.

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