Majada Grava.



                                    El sargento se dejó caer en su silla con un suspiro mientras se aflojaba el botón del cuello de la camisa y se limpiaba el sudor que corría generoso por su cara. Miró con resignación al cabo que permanecía de pie y le invitó a sentarse. A a ver, Ramírez, que no vas a crecer más, coño. Al menos no de alto, que menuda tripa estás echando, cabrón. Venga, siéntate de una vez y lee las declaraciones de los vecinos del pobre infeliz. El pobre infeliz era Juan Maldonado, soltero, de sesenta y cinco años, recién jubilado y que había comprado hace un año una casita en Majada Grava, una pedanía de apenas ochenta y siete habitantes, para dedicarse a escribir una novela sobre los rencores y el amor en un pueblo de la cumbre serrana. ¡Manda huevos! Otro Aldecoa. Ramírez se quedó mirando pasmado al sargento después de este comentario, no por la interrupción, sino porque este conociera a Ignacio Aldecoa. ¡Venga, cooooño! ¿Es que tengo que pasar yo las hojas del cuaderno, Ramírez? El cabo siguió con la declaración. Que el 24 de los presentes don Juan Maldonado apareció en el barranco conocido como del tío Melencio lleno de golpes y sin vida. Que según la inspección ocular ayudados por el médico de la comarca la muerte se produjo por politraumatismos varios que pudieran haber sido producidos por piedras, palos, hierros o patadas, no encontrándose en los alrededores nada que se ajustase con las heridas mortales. Que interrogados los vecinos más cercanos, todos coinciden con que el fallecido era un muy buen vecino, amable y educado, que saludaba a todos y que con todos hablaba. Que revisadas las declaraciones de los cuatro vecinos de su calle, todas coinciden prácticamente al punto y coma entre sí con lo antes mencionado. Y eso es todo, mi sargento, dijo el cabo cerrando el block.
                                    ¿Eso es todo, Ramírez? ¿Eso es todo? A ver, cabo, ¿usted de dónde es? Ya, Lugo, pero de la capital o de algún pueblo. Pues ahí lo tiene: de la capital. Yo, sin embargo, nací y crecí en un pequeño pueblecito de León: Villaselán, de apenas doscientos habitantes dispersos en cinco o seis barrios diseminados. Allí, Ramírez, los rencores se heredaban con la tierra y si tu familia no se hablaba con la de enfrente no preguntabas por qué probablemente porque tampoco nadie, ni en tu familia ni en la de ellos, hubiera alguien que lo supiera. Lo cierto es que entre, por ejemplo, los Canelos y los Pintaos existe una disputa que, seguramente, se remonta a principios del SXX si no antes. Y esta pedanía, Majada Grava, no es diferente. Ochenta y siete vecinos que llevan toda la vida en la pedanía. Todos menos uno: Juan Maldonado, que viene de la ciudad, no conoce las reglas del lugar y, lo que es peor, nadie se molesta en explicárselas, así que el buen hombre habla con todos y trata de ser amable con todos. ¿Entiendes, Ramírez? Con tooodos, sin darse cuenta de que eso es como meterse desarmado y sin chaleco antibalas en medio de un fuego cruzado. A ver, ¿Cuántos tipos de heridas dice el médico que presenta el cuerpo? Exacto: piedras, palos, hierros y o patadas, dadas probablemente con una bota de puntera reforzada. ¿Y cuántos vecinos hay en su calle? Exacto de nuevo: cuatro. ¿Pero a dónde vas, alma de cántaro? ¿Y bajo qué cargos los vas a detener? ¿Con qué pruebas? Esta es la vida real, no las series de televisión que tanto te gustan, Verás: el palo ya ardió en alguna chimenea, la piedra ya será gravilla, el hierro estará  fundido para hacer alguna reja de arado y la bota, coño, Ramírez, si hasta yo tengo una de esas botas y el que fuera no le pisó sino que le pateó. Olvídate. Cierra el expediente y pon muerte accidental por caída en barranco. No, no pongas esa cara. Claro que no es una orden, pero supongo que querrás ascender en el cuerpo, llegar a la UDICO y no ser toda tu puta vida un simple guardia de puesto como yo, ¿no¿ Vale, comandante de puesto en un puesto donde dios no va ni castigado, Pues entonces, sé un poco listo y hazme caso, que a esos ya los iremos pillando por alguna otra cosa y entonces le apretaremos las clavijas. Pero ya te digo yo que este asesinato queda impune como el de Kennedy. ¿O tú de verdad te crees que a ese lo mató Lee Oswald? Venga, que te toca invitarme a unas cañas, que aquí las lecciones no son gratis. ¡Y ponte de pie cuando te hable un superior, carajo! Así estás echando esa tripa, cabrón.

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