Cuando me vaya.

 

 


                    La tarde que me vaya, amor, porque sé que será una tarde, a esa hora bruja en la que ya no es de día pero la noche aún no ha llegado, a esa en la que los enamorados se miran a los ojos y ven luces brillantes, como si en vez de una pupila mirasen una guirnalda en Navidad. La tarde que me vaya, te decía, me iré sin haberte dicho tanto como quisiera todo lo que te he amado, sin haberte dado esos millones de besos que nos prometimos cuando paseábamos cualquier tarde por la playa, siempre a esa hora bruja, casi mágica. Me iré triste por todo lo que creí poder hacer y jamás intenté; el miedo es el mayor de los frenos, amor. Me iré sin saber si voy o vengo, si quiero ir o quiero venir, si debo ir o debo venir, si... Pero también me iré con el sabor de tu piel en mis labios. Jamás probé nada que me endulzara más la vida. Me iré con ese dolor de tripa que siempre me daba cuando nos reíamos juntos a carcajadas. Al menos antes lo hacíamos, ¿te acuerdas, amor? Me iré, pero sabiendo que esta vez, al menos por esta vez, aposté al rojo y salió el rojo. Y ya no quise jugar más. No es inteligente tentar de nuevo a la suerte cuando esta ya te sonrió. A mí me enseñaron que cuando por fin encuentras a tu amor, el siguiente amor, como el último euro en la bolsa, que lo disfrute otro. Por eso, cuando cae la tarde pero aún no ha llegado la noche, amor, ves en mis ojos ese velo de tristeza que trato de disimular con el cansancio del día, las horas de lectura, la edad -ya sabes- y esta miopía creciente, como la luna que ya asoma por detrás de aquel monte frente a casa y que siempre observo ensimismado, amor. Sí, me iré una tarde a la hora bruja. Pero no será hoy.

Mentiras de amor.

 


                      En el fondo nada de todo esto era algo original. Otras muchas lo habían vivido y sentido antes que ella. O eso se decía a modo de consuelo mientras se desmaquillaba cuidadosamente ante el espejo de su dormitorio. En la radio, un bolero; en la calle, el ruido sordo de la lluvia cayendo sin parar, y a su alrededor, una casa vacía de esos sonidos que apenas percibimos pero que precisamente son los que la convierten en hogar. Eso es lo que la rodeaba noche tras noche durante los últimos meses de este invierno. Eso, y una cara que la miraba tensa, con ojos llenos de angustia desde el espejo cada vez que se desmaquillaba. Al  principio solía dejar la radio puesta con el sonido bajito toda la noche para no sentirse tan sola. Y eso que la puñetera canción que sonaba tan triste, tan llena de melancolía, la lluvia que empapaba las calles de una ciudad vacía, sucia, desangelada; y este maldito frío que más que calar los huesos calaba su propia alma eran una invitación constante al llanto, a que junto con esas lágrimas dejara escapar todo el miedo y la frustración que la ahogaba. Pero no, no lloraba. No podía. Tal vez es que ya no me quedan ni más lágrimas ni más sonrisas, murmuró para sí mientras miraba su rostro, libre ya de maquillaje, devolviéndole una mirada inexpresiva y vacía justo cuando Luis Miguel, desde la radio, en voz muy baja, casi en un susurro, le decía que nada le consolaba si no estaba ella también. ¡Qué mierda! Nada hiere tanto a un corazón roto como una mentira de amor cuando te la canta Luis Miguel.

El clavo ardiendo.



                      Parecía  mucho más fácil cuando se lo explicó: coge un folio en blanco, divídelo en dos y en una parte pon lo que has hecho de lo que te arrepientas;  esas cosas que, según insistes cada vez que nos vemos, su recuerdo te avergüenza y te tortura. En la otra debía poner, según ella, las cosas que sin duda había hecho pero no pensaba en ellas y al final, en la próxima cita, verían que, en realidad, ambas partes estarían bastante equilibradas. Equilibradas, ya. ¡Y una mierda para mi! Dos horas, coño, dos horas llevaba mirando la mitad donde debería poner las cosas positivas, las cosas de las que, aunque no las tuviera presente, al recordarlas, se sintiera un poco orgulloso. Aunque fuera un poco. Dos horas perdidas mirando la mitad impoluta de un folio. Cada vez que iba a escribir algo se paraba. La punta del boli casi acariciaba el puñetero papel durante unos segundos y luego lo retiraba como el que va a comer de un plato que, al olerlo, siente arcadas. Si es que mientras más pensaba solo le veían recuerdos, algunos casi olvidados ya, de cosas que quisiera no haber hecho, no haber dicho, de personas que le confiaron su vida y él se la jugó a cara o cruz para ganar un poco más de dinero, para subir un poco más en el estatus de su profesión. No, desde luego, aquello no era algo por lo que sentirse orgulloso. Para nada. Pero ella insistió tanto que, a pesar de saber lo iba a pasar, ni supo ni pudo decirle que no. Aquella psicóloga era su clavo ardiendo y aunque sabía que se quemaría, se aferró a él con todas sus fuerzas. La lista de las cosas de las que se sentía avergonzado, aquellas que le torturaban en sueños y despierto, las que, como el limo de una ciénaga, cada vez le atrapaba más y más en el fondo, era realmente grande. la otra, inexistente. Mañana terminaba el plazo. Mañana a las nueve era la cita y él no podía permitir que su orgullo fuera vapuleado una vez más por nadie. ¿Ella quería los dos lados del folio llenos? Él se los daría llenos. Se levantó y volvió con lo único que heredó de su padre: una Mossberg 500. Su padre y él no se hablaban mucho pero ambos tenían la misma pasión. Aquella Mossberg 500 fue la última adquisición del viejo. Era una maravilla y ahora era él quien acariciaba esa belleza recorriendo casi voluptuosamente sus curvas y el frío acerado de su cañón. El estampido se escuchó en todo el edificio. Al fin y al cabo, esa era una escopeta para caza mayor, Si hubiera podido ver el resultado se hubiera sentido satisfecho. Incluso hubiera tirado de su terrible humor negro y seguro que de haber podido, al ver los trozos de su cerebro y las salpicaduras de sangre que manchaban la parte, hasta ese momento, inmaculada del papel hubiera dicho algo así como: bueno, ahí tiene lo que escondía mi cabeza. Seguro que ahora puede usted estudiarla mejor, ¿no?

La gran estafa.

 


                       Miró de nuevo hacia donde estaba su padre. Bueno, hacia donde estaba el cuerpo de su padre. Se sintió rara una vez más. Vacía. Como si toda su vida hubiera estado de alguna manera esperando inconscientemente este instante y ahora nada estuviera ocurriendo como se lo había imaginado. La vida era un puñetero fraude, joder. Siempre se lo decía su padre, pero ella nunca le creyó. Se acercó al ataúd. La verdad es que parecía dormido, Como cuando lo iba a ver algún sábado que otro, cada vez más espaciados entre sí, esa era la verdad, y después del almuerzo el pobre hombre no podía evitar que se le cerraran los ojos por muchos esfuerzos que hiciera. Tenía el mismo aspecto contrariado que ahora que hasta por un instante creyó que se iba a despertar protestando y asegurando que no, coño, que no estaba dormido, que le picaban los ojos y los había cerrado un momento pero que se había enterado de toda la conversación, entre avergonzado y triste por el tiempo perdido. Sí, aquel era su padre. En el fondo, un desconocido que, a pesar de que la vida se empeñó en separarlos una y otra vez, él jamás se rindió y siguió tendiendo puentes entre ellos, a veces tan frágiles que más que un puente era una simple liana mal trenzada pero su padre solía decir que a Tarzán le bastaba una liana para recorrer toda la selva. ¡Pobre hombre! En el fondo lo quiso a pesar de que nunca se entendieron del todo. Es más, tampoco creía que se conocieran de verdad. Lo ciertu es que cada uno tenía una imagen distorsionada del otro: él cuando la miraba veía a aquella niñita de cuatro años que le decía adiós con la mano y ella veía a un señor que prometió volver pronto y tardó diez años en hacerlo. Cosas de la vida, suspiró. Y ahora estaban aquí los dos: un cuerpo sin vida y una vida sin alma. Porque se sentía así: una persona sin alma. ¿Cómo si no podía no estar destrozada por dentro? ¿Cómo si no podía no estar ahora mismo ahogándose en su propio llanto? Joder, papá, al final te tendré que dar la razón y la vida es un puto fraude.

La importancia de ser viernes.





                     ¿Hoy es viernes, verdad, mi niño? Era la enésima vez desde que se levantó que hacía la misma pregunta. Su vida se centraba en que llegara el viernes. El resto de la semana era un mero trámite para ella: se levantaba, hacía los ejercicios que el médico les mandaba, se aseaba, comía y después de la siesta permanecía sentada en la sala de la televisión sin apenas intervenir en las conversaciones de las demás residentes, esperando que llegase la noche para cenar y poder acostarse de nuevo. Así día tras día hasta el viernes. El viernes se despertaba impaciente, apenas se esforzaba en los ejercicios, se aseaba con más cuidado -hasta se ponía unas gotitas de 1916, su colonia de toda la vida- comía y luego, en vez de hacer la siesta, se sentaba estratégicamente de manera que pudiera controlar la puerta y a quién entrara o saliera. A todos los que pasaban cerca de ella les preguntaba si de verdad era viernes, temerosa de haberse equivocado de día espoleada por el deseo: ¿Hoy es viernes, verdad, mi niña? Sí, doña Juana. La asistenta contesta una vez más mientras se aleja para atender a las otras ancianas, que miran a doña Juana con un fondo de envidia en sus ojos casi glaucos. Casi todas tienen familia pero casi ninguna tiene la suerte de doña Juana que, ya desde antes de la pandemia y ahora, después de que las vacunaran,  cada viernes del año, como una norma no escrita, pasa la tarde con su nieta. Ella le trae medio a escondidas esos dulces italianos que tanto le gustan, le lleva chismes de la familia o simplemente le acaricia las manos en silencio mientras doña Juana habla de los novios que tuvo cuando fue joven o de lo trasto que era su padre de pequeño mientras que, de reojo, mira cómo caía la tarde rezando para que, al menos ese viernes, el tiempo pasara un poco más lento.

Ana ante el espejo.

 


                           Mientras se dirige a su dormitorio va lanzando a un lado y a otro su ropa: los estiletos de Jimmy Choo en el recibidor, el bolso de Prada en el salón, el vestido de Balenciaga en el pasillo y el reloj Bvlgari lo dejó tirado junto a la cama sin darle ninguna importancia. Ya lo recogerá mañana la chica del servicio. Le encanta hacer eso: demostrar que a pesar de vestir una fortuna la trataba con desprecio, como si lo que llevara fuera ropa de mercadillo. Hacía que se sintiera más rica y poderosa aún. Allí, en su habitación, desnuda frente al espejo -eso de llevar ropa interior era tan demodé-, observaba detenidamente su cuerpo. Para ser una mujer que ya había cumplido los cincuenta estoy perfecta, pensaba con orgullo. Se acarició cada parte de su cuerpo entre voluptuosa y exigente. Mis tetas aún  están en sus sitio y el sexo afeitado me ayuda a conservar ese aire aniñado que tanto excita a los hombres cuando me ven desnuda por primera vez. Eso nunca me falla. Sé lo que digo: saco de ellos su lado más perverso, los deseos que nunca confiesan -ni a ellos mismos- y los vuelvo locos. Con una mano se acariciaba el vientre, plano y duro, y con la otra las nalgas, duras y redondas, con ese toque de tersura que solo una genética privilegiada, un buen gimnasio y unas mejores cremas, caras, carísimas, consiguen mantener a su edad. Soy feliz, se dijo sonriendo al espejo sin mirarse a los ojos. Sabía que la Ana que estaba al otro lado, perfecta y aniñada, sonreiría también pero que sus ojos le llevarían la contraria. La Ana de este lado del espejo aprendió a mentir muy pronto. La otra no lo consiguió jamás.

El último banco del barrio.

 


                        Cada mañana se sentaba en el único banco público que quedaba en el barrio y veía amanecer. Hacía años que no dormía como dios manda: demasiados perros locos que se pasaban las noches aullando a la luna. O tal vez fuera su nevera, que crujía y chasqueaba quejándose de lo poco que últimamente tenía dentro. Elvira solía decirle cuando lo oía refunfuñar por el ruido que era que estaba vieja, que veinte años son demasiados para una nevera, pero no. Él sabía que la pobre sufría la crisis tanto como ellos, y como ellos protestaba, pero a su manera. O puede que fuera el viento helado que solía soplar entre las planchas que techaban el patio y que no paraba de hacer una sinfonía de ruidos extraños, agoreros, que parecían retumbar más en el alma que en los oídos. Ya no sabía qué podía ser lo que no le dejaba dormir. O tal vez sí. Tal vez simplemente fuera que desde que a Elvira se la llevó una mala noche una mala enfermedad a él, lo de dormir sin poder acurrucarse juntos, ya no le apetecía. Además, ver amanecer a diario desde el único banco público que quedaba en su barrio era un espectáculo tan hermoso que sería de tontos perdérselo. ¿A que sí, Elvira?

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