Zapatos de gamuza azul.

 


La tienda estaba de camino hacia su lugar de trabajo y le resultaba imposible evitar pararse ante su escaparate cada mañana. El sol de primera hora cegaba al reverberar en el cristal recién limpio, pero él solo tenía ojos para el mocasín azul de piel de gamuza que se alzaba en su trípode. Siempre se decía lo mismo: ese zapato me iría como una segunda piel. Estoy seguro de que con él no me cansaría jamás de caminar. Y siempre tenía que hacer un gran esfuerzo para no entrar y probárselos. ¿A dónde vas tú con esos zapatos, totorota? ¿Es que no viste lo que costaban? Anda, tira para adelante, que encima llegarás tarde al trabajo. Y se alejaba de la tienda lentamente, sentado en su silla de ruedas de segundo culo, como solía decir. Además, trataba de razonar consigo mismo como cada día:  ¿Para qué coño quiere zapatos alguien que, como tú, ya no tiene piernas? Aun sabiendo que mañana se volvería a parar delante del escaparate para mirar todavía con más deseo esos zapatos de gamuza azul.

Preguntas sin respuesta.

 


                          La última vez que entré en una iglesia fue un Domingo de Resurrección de hace diez años. No recuerdo qué pasó, si es que pasó algo, pero nunca más he vuelto a pisar una iglesia desde entonces. Bueno, excepto para los tan manidos funerales, pero nada de bodas, bautizos y demás. Ese domingo en particular hacía frío para ser abril, ventoso y con un cielo plomizo que parecía amenazar lluvia inminente. Qué rara es la memoria, carajo. Me acuerdo del parte meteorológico de ese domingo de hace diez años y no de lo que desayuné ayer. Suponiendo que ayer desayunase, claro. Ya por aquella época vivía solo. Me refiero a la más absoluta, dura y deprimente soledad. Una soledad que por entonces me ahogaba más fuerte cada día que pasaba así que o me refugiaba en el alcohol o en la fe, y dado que tampoco iba muy boyante en cuanto al dinero, y que beber cuesta lo suyo, la elección de entonces fue sencilla. Quería encontrar lo inexistente: respuestas. Claro que para eso hay que saber antes qué preguntar y a quién y yo, por no saber, por entonces no sabía ni el día en qué vivía. Esa fue la última vez que entré en una iglesia sin que fuera para un funeral. Y aún después, cuando iba a alguno, procuraba quedarme lo más cerca posible de la puerta. 

                               Así hasta hoy. Tampoco es que  haya encontrado la fe de golpe. No encuentro los calcetines cuando salen de la lavadora, como para encontrar la fe. Ni las cosas han cambiado mucho desde aquella época: sigo sin respuestas y sin saber qué o a quién preguntar para encontrarlas. Solo que ahora me importa un carajo una y otra cosa. Sigo en la soledad más absoluta, es verdad, pero mi economía es más boyante -cosas de la herencia de la tía Pili, que dios o el diablo deben estar soportando- y evito deprimirme gracias al amigo Jack Daniels y al sexo de quinientos euros la noche cuando el whisky no es suficiente. Y ahora, que casi me había acostumbrado a la soledad, a las resacas y a la sensación fría - como la de agarrar con la mano un pez muerto - del sexo pagado; ahora que ni buscaba ni quería respuestas y  que ya no me hacía otras preguntas que no fueran a qué hora llegaría el repartidor del súper con las bebidas o la repartidora de sexo con su carga de besos, caricias y amor de tarifa fija, ahora me llega el medico  con ese lenguaje aséptico y críptico que les encanta usar y me da los resultados de mi última -esta vez sí- analítica: cáncer de páncreas en fase IV con metástasis. Menos de un mes de supervivencia. ¡Manda cojones! Bueno, yo ya sé que nadie irá a mi funeral. De hecho dudo que hubiera uno. Pero oye, nada me impide que yo me pague el mío y  además asista a él mientras aún siga aquí. Total, el cura no me pidió el certificado de defunción sino el nombre del finado y una ayuda para las necesidades de la iglesia. El buen hombre, padre, párroco o  como se les diga puso los ojos como platos cuando le di un billete de doscientos euros. Qué menos para mi funeral, ¿no? Puñeteras preguntas. Háganme caso: nunca pregunten si no saben antes la respuesta. 

Tardes de verano.



                              Eran las últimas tardes de aquel verano, lo recuerdo bien. El aire y tu piel aún olían a mar y nada hacía prever el caos en que se convertirían nuestras vidas en apenas unas semanas. Todavía nos levantábamos cada día mirando al sol con esa sonrisa bobalicona que solo saben poner los locos y los enamorados. O los viejos. Los viejos también. Ellos están tan cerca de la muerte que agradecen cada nuevo día como si fuera un regalo de Navidad. Todavía la palabra amor era algo así como nuestro apellido y no ese campo de batalla sangriento, doloroso y cruel que llegó a ser. Te juro que no sé qué nos pasó. Llevo años pensando en ello. Los mismos que llevo odiándote. Seguramente los mismos que tú llevarás odiándome a mí. Antes nos reíamos como niños cuando tratábamos de ganar la porfía, entre besos, caricias y carantoñas, sobre quién quería más a quien. Ahora ya no hace falta. Ahora estoy seguro, sin necesidad de discutirlo, de que eres tú la más odias de los dos. Y no será porque yo no te deteste con las mismas fuerzas que antes te amé. Al final, fuiste tú quien ganó aquella apuesta, aunque para nada.
                                        ¡Que no lo sé! Que te juro que no sé nos pasó. Solo pasó. Una mañana ya no te hacían gracia mis bromas y a mí dejaron de parecerme dos imanes tus ojos. ¡Qué cursilería, por dios! ¿Seguro que yo dije eso alguna vez? Tú dejaste de prestar atención a mis anécdotas y a mí me aburrían cada vez más tus historietas del trabajo. Fue así de simple. Y de repente pasamos de ser dos tontos enamorados a ser dos desconocidos mal avenidos y lo que antes ocupó el amor ahora empezaba a ocuparlo un rencor sordo. Hasta que una noche tus ronquidos me desquiciaron tanto que me fui a dormir a un hotel y volví a sentirme libre después de mucho tiempo. Jamás regresé. Mandé a mi hermano a recoger mis cosas. Las que quisieras darme. Le di orden de no discutir contigo por nada y menos por cualquier cosa material. Lo importante ya lo tenía: mi libertad. Sí, puede que hubiéramos debido hablar. ¿Pero hablar para qué? ¿Y de qué? A esas alturas ya nos odiábamos demasiado como para parar la hemorragia con una tirita. Sin embargo te confieso que en días como hoy, cuando el verano está muriendo, el aire trae olor a bronceador y a mar, y veo pasear a las parejas abrazadas riendo y besándose, no te negaré que el corazón se me encoge recordando esos días de aquel último verano, cuando nos amamos como si nunca fuéramos a dejar de hacerlo.

Y nada pude darte.



                             Un viejo reloj de bolsillo, un maletín de cuero curtido con las costuras ya desgastadas y un montón de dudas. Eso es lo que me dejó mi padre al morir. Hacía años que no nos veíamos. Ya saben: las discusiones entre padres e hijos a veces no tienen más solución que la que le ponga la muerte. Y la nuestra fue una de esas discusiones. Pero si me preguntan qué la ocasionó o quién dio el primer grito -o el último, que para el caso tanto da- les tendría que confesar que ni quiero ni puedo recordarlo con claridad. Cuando entré en su apartamento me vino de golpe un mundo entero de recuerdos y sentí que me ahogaba, como el pasajero ebrio que se cae por la borda del crucero de su vida a un mar picado por unas emociones que ya no me obedecían. Abrí la ventana y la luz  que entró y el ruido de unos chiquillos jugando al fútbol que usaban la pared del edificio como portería ayudaron a calmarlo todo, a que se marcharan emociones y fantasmas. Así que allí había pasado sus últimos años. Allí, en aquella silla, que fue lo único que supe reconocer de lo poco que había en el apartamento, lo habían encontrado muerto días atrás. La policía me dijo que estaba con la cabeza apoyada en los brazos encima de la mesa. Les dije que ese gesto era muy suyo cuando se ponía a pensar o estaba cansado. También me dijeron que debajo de la mesa, en una caja de madera desbastada, encontraron un montón de cartas dirigidas a mí con la tinta corrida. como si hubiesen llorado sobre ellas. ¿Llorar mi padre? Me cuesta creerlo. Al menos no el padre que yo recordaba. Los policías quisieron darme las cartas pero las rechacé. Esa era la segunda vez que lo hacía. Tampoco quise cogerlas cuando me las traía el cartero cada mes durante años hasta que un mes, creo que fue en mayo, sí, porque fue por mi cumpleaños, dejó de mandarlas. Nunca supe lo que ponía en ellas. Da igual. Y más ahora, que está muerto y mi herencia es un viejo reloj de bolsillo, un maletín de cuero curtido con las costuras ya desgastadas y un montón de dudas que ya jamás resolveré.

Braulio.



                               La gente se acercaba a la cantina de Sociedad de Labradores para escuchar las historias que Braulio contaba mientras echaba la partida diaria de dominó. Braulio era buena gente, todos lo apreciaban y todos comentaban que, para desesperación de su compañero de partida, era mejor contando historias que echando fichas. Al principio solo tenía de público a los que jugaban con él la partida, a Vicentito, el cantinero, y a los que, en la mesa de al lado, jugaban a la zanga. Luego se corrió la voz y se fueron sumando los que iban a echarse la copa, el puro y la siesta en los sillones orejeros, como mandaban dios o la tradición, que eso Braulio, ateo confeso, nunca lo tuvo claro del todo. El caso fue que poco a poco se  animó a venir más gente. Incluso algunos que no eran socios de derecho pero que al  consumir en la cantina se lo ganaban a pulso -o más bien, a impulso- de copa de Veterano o chinchón seco, para desesperación suya y alegría del cantinero que tenía la concesión de la Sociedad. Vicentito no recordaba verla con tanta gente desde los tiempos de don Miguel Camacho, alcalde que fue en los tiempos de la II República y que, cada viernes, hacía allí los plenos municipales para que todo el que quisiera pudiera intervenir, Algunos de estos plenos duraban hasta cerca de la media noche y luego, los más resistentes, continuaban con las copas y el debate en las mesas del salón mientras jugaban al cinquillo. Braulio contaba historias que tenía embobados a todos. La mayoría intuía que eran inventadas. O que, al menos, no eran ciertas del todo. Pero lo hacía con un arte tal que nadie osaba interrumpirle o afearle una mentira. Sin duda era un mago de la palabra, Dominaba ese arte de tal manera que, justo cuando echaba el doble seis o el blanco uno para cerrar la partida o, si había suerte, dominar el juego, lo hacía en el momento adecuado para dejar el final de la historia para otro día. Todos reían su habilidad y brindaban por su pericia. Lo que nadie imaginó nunca fue que sentían un pánico atroz a acabar la historia y después no tener nada más que decir.

El hombre malo.

 


                     De pequeño siempre iba caminando al cole. Solo eran siete manzanas y un pequeño parque donde tenía prohibido parase a jugar si no iba con sus hermanos mayores. No le importaba ir caminando. Así ahorraba el dinero de la guagua y con él podía comprarse golosinas o algún tebeo. Le encantaban los tebeos. De camino iba tocando los timbres de las casas que tenían grandes puertas de madera. Solo tocaba allí porque sabía que tardarían mucho en llegar a la puerta y nunca lo iban a pillar. Los tocaba y salía corriendo hasta la siguiente casa que tuviera un gran portón. Al llegar al parque corría como si compitiera con él mismo, sin mirar a ningún lado, deseando cruzarlo lo antes posible. No es que fuera un niño especialmente miedoso pero sí impresionable, y todos decían que allí, en el banco de piedra junto a la estatua de Pérez Galdós, vivía el hombre malo. Eso sí que le aterrorizaba. Solo de pensar en él tenía pesadillas y, aunque le avergonzaba, a veces hasta mojaba un poco la cama. Medio siglo más tarde los niños ya no juegan a tocar los timbres de las casas y el hombre que duerme en el banco de piedra, entre cartones y mantas sucias, es él. Pero algunas cosas siguen sin cambiar: la estatua de don Benito, que lo mira impertérrito, y los niños, que corren sin atreverse a mirarlo al pasar delante de su banco como si allí estuviera la puerta del infierno. Y bien pensado, tampoco estaban demasiado equivocados, no.

Unos céntimos.



                     Yo solo quería unos céntimos, lo juro. ¿Qué son unos céntimos para esta gente? Nada; menos que nada. Para mí, sin embargo, son la diferencia entre comer algo medio decente o tener que rebuscar en la basura. Solo quería unos céntimos y los pido con mucha educación, no soy de los que insisten ni les miran mal cuando no me dan o hacen como si fuera invisible o inaudible. Antes, al principio, me dolía, pero todo en la vida acaba por hacer callo; hasta el alma. Lo que pasa es que, con esto de las mascarillas y la pandemia, a veces se asustan. Sobre todo si no me ven llegar. Y ese tipo estaba claro que no me iba a ver llegar concentrado como estaba en las tetas operadas de la rubia que tenía enfrente. Yo, de ser él, tampoco miraría otra cosa. No me lo tomé a mal. Lo malo fue que la rubia se sobresaltó y dio un gritito. De verdad, les juro por lo que ustedes quieran que solo quería una moneda: cincuenta céntimos tal vez. O veinte; incluso con una monedilla de diez me apañaba, pero lo que no quería era un lío. Y menos con la montaña de músculos tatuados, cabeza rapada, botas con puntera de acero y cerebro en busca y captura que cuidaba de que todo estuviera como el dueño del local, un turco muy mal bicho, quería que estuviera. Yo extendí los brazos para calmar a la rubia de tetas operadas pero en vez de entender que era un gesto conciliador pensó que los amenazaba y del gritito pasó a chillar como una loca. 

                        Traté de irme. Total, tampoco me iban a dar ni una moneda de cinco céntimos y era mejor intentarlo en otra terraza, pero la montaña humana apareció como por arte de magia a mi lado con otros dos clones suyos más que no sé de dónde diablos salieron. Joder, me sentí importante: tres monstruos para sacarme de la terraza a un enclenque medio muerto de hambre como yo. Vale, la culpa fue mía: no debí reírme cuando ya salíamos del local, pero me dio la risa floja ante esa idea. Y eso que traté de explicarles que, de verdad, pero de verdad, yo solo quería unos pocos céntimos, pero uno de aquellos brutos se cabreó aún más porque  un moromierda como yo, encima de venir a violar a sus mujeres y robar, se riera de ellos. Los tres me llevaron en volandas hacia la parte de atrás de la terraza. Pensé que me iban a dar una paliza del carajo. No sería la primera, pero viendo la cara congestionada de aquel trío de animales puede que fuera la última, pensé. Pero no, al llegar al final del pasillo, me soltaron y uno de ellos sacó un billete de diez euros. Con esto seguro que ya no pides más, me dijo mientras me él mismo me lo guardaba en el bolsillo de la camisa mientras que los otros dos me empujaban al vacío. Yo solo quería unos céntimos, por Alá, nada más. Y ahora voy cayendo con una mano sujetando el billete de diez euros en mi bolsillo para que no se me pierda y la otra tapándome los ojos. Esta puñetera terraza estaba en la tercera planta del centro comercial si entras desde la calle y la sexta sobre el garaje. Y justo sobre el garaje caeré. Ojalá que no me duela mucho antes de morir.

El Álamo.

                         La primera mentira fue la más convincente. Luego vinieron otras, pero aquella fue la que me enamoró de ti. Claro que todo estaba de tu parte ese día: tu sonrisa, tu mirada, esa música traidora que me hacía sentir vulnerable, el sol que entraba tamizado por las cortinas del local y sobre todo, tu voz, esa voz que me derretía por dentro asegurándome que jamás mentías mientras me mirabas taladrándome los ojos, fundiéndome el corazón como si fuera una quinceañera. Esa fue tu primera mentira; ese fue mi primer error. No sé por qué la creí sin cuestionarla. Ni era la primera vez que me mentían ni era la primera vez que me equivocaba en cosas de amores, pero esa mañana necesitaba creerla. Esa mañana necesita creer y apareciste tú. Tal vez fue ese aspecto tuyo de haber sobrevivido a un montón de heridas en la vida y, a pesar de todo, no haber perdido la capacidad de sonreír. Sí, eso fue: siempre sonreías. Incluso cuando me contabas lo más triste que un hombre podía contar sobre su vida lo hacías con una sonrisa en los labios; como si aquello no fuera contigo, como si, en realidad, hablaras de otro tipo al que la vida hubiera puteado, como si aquello tan cruel que me estabas contando le hubiera pasado a otro y tú solo fueras un testigo casual que me lo estuvieras contando a mí. Eso fue, justo eso, lo que hizo que me enamorara de ti, lo que hizo que poco a poco te convirtieras en el amigo ideal. Lo que entonces no supe ver es que también te convertías en el enemigo perfecto. 

                              Y así, día a día, tarde a tarde, copa a copa, beso a beso, caricia tras caricia, sexo del bueno, sin inhibición ni reloj, confidencia tras confidencia, te entregué la plaza con armas y pertrechos. Como  en la rendición de Breda pero sin esos tres metros de lanzas detrás de mí. Como en la caída del Álamo, pero sin el heroísmo, la sangre y el fuego. No, a nuestro alrededor solo había un enorme abismo repleto de amargura que cada día se agrandaba un poco más. Aquella primera mentira no la vi venir; o sí, pero me la creí porque la necesitaba. ¿Pero y las demás? ¿Y las que yo te ayudé a fabricar o las que, estúpidamente, fabriqué para ti? ¿Y las que fabriqué en mi mente para mí, para no ver tantas mentiras tuyas y mías? No, ya sé que para esto, tú, que tienes respuestas para todo, no tienes ninguna. No sufras: yo tampoco. Y hazme el favor de borrar esa sonrisa de tu cara. Y deja de mirarme así. Si supieras que cuando nacen las preguntas sin respuestas, la magia se desvanece, dejarías de tratar de mantener una ficción que ya no existe ni en tu imaginación. Hasta  Breda o el Álamo cayeron, pero lo hicieron con dignidad. Paga tú estas copas. Yo hace tiempo que dejé de disfrutar del alcohol y de todo lo demás a tu lado. Hubieras debido de darte cuenta; al menos de esto, machote.

Ese tedio mortal.

 


                       Cada mañana se levanta antes de que suene el despertador, toma un enorme batido healthy  que sabe - y desde luego se parece- a pis de gato con diarrea y que le recomendó su dietista. Luego sale con con Ares y Atenea, sus dóberman, a correr por un parque que, a esas horas de la madrugada, está ahí solo para ellos. Mientras corre se dice, como cada día, que le gustaría que existiera algún dios al que poder culpar de los errores de su vida y así poder hacer un pacto con el diablo para que cuando volviera a casa y se mirase en el espejo, cansado, sudoroso, apenas sin respiración por el esfuerzo realizado y con las tripas gruñéndole por ese batido healthy de mierda, dejase de ver en su cara el mismo tedio mortal de todos los días y que, además, le había salido una nueva arruga en su alma.

Ejecutivo de cuentas.

 



               Te veo salir como cada día: el ceño fruncido, abrochándote la chaqueta, leyendo en el móvil los primeros correos de tu jefe y olvidándote, una vez más, de coger la mascarilla y de darme un beso de despedida. En seguida abres de nuevo y coges la mascarilla de mis manos mientras rebuznas no sé qué sobre lo incómoda que es y sobre la puta pandemia esta antes de cerrar de un portazo. Pero yo me quedo, de nuevo, sin mi beso. Antes te lo pedía yo si se te olvidaba. Y mucho antes tenía que ser yo la que te echara a empujones, entre risas y besos, para que no llegaras tardes al trabajo. Realmente no hace tanto pero hoy, sentada en la cocina, bebiéndome un café que ya se ha quedado frío, tan frío como nuestra relación, hoy, me parece que eso ocurrió hace siglos. Mi vida es absurda, me digo, absurda. Cuarenta y cinco años, licenciada en Filosofía -coño, papá, ¿en qué pensabas cuando me "aconsejaste" esa carrera?- y sin un trabajo remunerado como debe ser desde hace tanto, tanto tiempo, que a veces siento vergüenza a pesar de que sé que la culpa no es mía. Pero es que hay momentos en los que una ya no sabe qué pensar. Lo mismo me pasa contigo, Alberto. Yo trato de tenerlo todo listo para cuando llegas, aunque no sé nunca a qué hora vas a llegar, pero sé que nunca será antes de las nueve. Es lo que tiene ser ejecutivo de cuentas en un banco de inversiones: que no hay un horario, me dijiste la primera vez que me quejé que cada vez nos veíamos menos. 

                                Me imagino que las cosas no deben ir muy bien en la empresa porque últimamente pareces un mimo: sacarte una palabra es tarea vana; a lo más, un gruñido que yo ya interpretaré como dios me de a entender. ¿Qué mierda nos pasó, Alberto? No lo sé. ¡Vaya filósofa del tres al cuarto que estoy hecha! Solo sé que ahora somos Alberto y Lola, dos examantes, dos examigos y, me temo, próximamente una expareja que, alguna vez se amó, rieron y fueron felices imaginando un futuro juntos bebiendo los dos del mismo botellín, compartiendo un bocata de tortilla, la hora de la ducha -que entre juegos, risas y besos se alargaba hasta que el agua salía helada- e incluso hasta los sueños. Y hoy... hoy me tomo el café frío porque tú te tragas el tuyo de un tirón para salir antes de casa. Siempre he sido muy poco proactiva así que, aunque sepa de qué va esta historia, esperaré a que seas tú quien, cualquier noche de estas -esto suele pasar de noche- me invites a cenar para decirme lo que ya sé: que esto se ha terminado, que aún somos jóvenes, que mejor dejarlo antes de hacernos daño y todo el repertorio que un vendedor de humos, ¡ay!, perdón, un ejecutivo de cuentas, como tú está acostumbrado a decir. Creo que será la primera vez en años en la que brindemos juntos por el futuro del otro mirándonos de verdad a los ojos. Ojalá no tardes mucho, Alberto.


Petronio.



                                Julio siempre fue un tipo elegante. Guapo no, pero con ese toque de clase al vestir y en los modales que, o se mama, o se aprende en la vida con mucho sacrificio. Algún compañero de facultad le puso el sobrenombre de Petronio por ser este el primer influencer de la moda, allá por el imperio romano. Nunca supo si tomárselo como un elogio o como la taimada burla del que lleva apellidos compuestos ante el que, lo único compuesto que tenía, era la fiambrera de arvejas que su madre se empeñaba en seguir mandándole al Colegio Mayor. Cincuenta años más tarde lavaba cuidadosamente sus calcetines negros en una bañerita roja, observaba la barba de una semana que cubría su cara y el jersey, de Lacoste, sí,  pero con unos zurcidos discretos en la patente y que lo mismo usaba para estar abrigado en la habitación, leyendo, que en la cama a modo de pijama. Un cierto aire de digna elegancia lo seguía envolviendo. Caído, sí, rendido, nunca: si fuera un noble medieval esa sería sin duda la divisa de su escudo. Guardaba su ropa en dos armaritos de esos de telas con cremallera. En uno, la que fue de calle y ahora solo se podía usar en sus veinticinco metros de apartamento; en otro, la que aún aguantaba la visión de los demás y que usaba en sus cada vez más contadas salidas. Salía poco porque aunque siempre aguantó bien las puyas de los que fueron sus compañeros, los de apellidos compuestos, ahora, con casi setenta años las fuerzas no eran las mismas y él tampoco. Ellos sí. Ellos seguían siendo ricos; incluso más. Además, muchos habían medrado en la política, en la banca, en la judicatura, sobre todo en cualquier crisis -real o inventada-, en todos los sitios y ocasiones que les diera más dinero o poder. Él no supo o no quiso aprovechar que también salía en la foto con ellos. Puede que porque por muy elegante que fuera siempre supo que jamás fue uno de ellos. 
                     Sus padres lo intentaron con toda su buena voluntad. No querían para él la vida que habían tenido ellos: con dinero pero sin estudios en una sociedad donde cada vez se valoraba más un título colgado en la pared, y puesto que el dinero no era un problema, consiguieron que entrara en el mejor de los colegios, donde se formaban las elites, aunque ellos, pobres, no supieran qué significaba esa palabra. ¿Y todo para qué? Para ser el muñeco del tiro al blanco de los otros. Para luego, trabajar como un desgraciado, doce -a veces quince- horas diarias, tratando de ganar algo del respeto social que aquellos disfrutaban. Para competir contra él mismo, contra todo y contra todos, creyendo que en algún momento, detrás de algún recodo de la vida, encontraría la felicidad. ¡Ay, Petronio, Petronio; Petronio de pacotilla. Cómo caíste en esa trampa! En fin, ya no hay remedio. Colgó con cuidado los calcetines de una pequeña cuerda en la ducha Y se sentó a leer junto al tragaluz. Mañana tenía que ir a devolver los libros a la biblioteca así que le tocaba afeitarse. Ya había abetunado sus zapatos y planchado la camisa celeste de mil rayas. Ser pobre no debe estar reñido con ir limpio y arreglado, se dijo suspirando mientras abría el libro de cuentos breves de Kafka.   

Relatos más populares