Te veo salir como cada día: el ceño fruncido, abrochándote la chaqueta, leyendo en el móvil los primeros correos de tu jefe y olvidándote, una vez más, de coger la mascarilla y de darme un beso de despedida. En seguida abres de nuevo y coges la mascarilla de mis manos mientras rebuznas no sé qué sobre lo incómoda que es y sobre la puta pandemia esta antes de cerrar de un portazo. Pero yo me quedo, de nuevo, sin mi beso. Antes te lo pedía yo si se te olvidaba. Y mucho antes tenía que ser yo la que te echara a empujones, entre risas y besos, para que no llegaras tardes al trabajo. Realmente no hace tanto pero hoy, sentada en la cocina, bebiéndome un café que ya se ha quedado frío, tan frío como nuestra relación, hoy, me parece que eso ocurrió hace siglos. Mi vida es absurda, me digo, absurda. Cuarenta y cinco años, licenciada en Filosofía -coño, papá, ¿en qué pensabas cuando me "aconsejaste" esa carrera?- y sin un trabajo remunerado como debe ser desde hace tanto, tanto tiempo, que a veces siento vergüenza a pesar de que sé que la culpa no es mía. Pero es que hay momentos en los que una ya no sabe qué pensar. Lo mismo me pasa contigo, Alberto. Yo trato de tenerlo todo listo para cuando llegas, aunque no sé nunca a qué hora vas a llegar, pero sé que nunca será antes de las nueve. Es lo que tiene ser ejecutivo de cuentas en un banco de inversiones: que no hay un horario, me dijiste la primera vez que me quejé que cada vez nos veíamos menos.
Me imagino que las cosas no deben ir muy bien en la empresa porque últimamente pareces un mimo: sacarte una palabra es tarea vana; a lo más, un gruñido que yo ya interpretaré como dios me de a entender. ¿Qué mierda nos pasó, Alberto? No lo sé. ¡Vaya filósofa del tres al cuarto que estoy hecha! Solo sé que ahora somos Alberto y Lola, dos examantes, dos examigos y, me temo, próximamente una expareja que, alguna vez se amó, rieron y fueron felices imaginando un futuro juntos bebiendo los dos del mismo botellín, compartiendo un bocata de tortilla, la hora de la ducha -que entre juegos, risas y besos se alargaba hasta que el agua salía helada- e incluso hasta los sueños. Y hoy... hoy me tomo el café frío porque tú te tragas el tuyo de un tirón para salir antes de casa. Siempre he sido muy poco proactiva así que, aunque sepa de qué va esta historia, esperaré a que seas tú quien, cualquier noche de estas -esto suele pasar de noche- me invites a cenar para decirme lo que ya sé: que esto se ha terminado, que aún somos jóvenes, que mejor dejarlo antes de hacernos daño y todo el repertorio que un vendedor de humos, ¡ay!, perdón, un ejecutivo de cuentas, como tú está acostumbrado a decir. Creo que será la primera vez en años en la que brindemos juntos por el futuro del otro mirándonos de verdad a los ojos. Ojalá no tardes mucho, Alberto.