Tardes de verano.



                              Eran las últimas tardes de aquel verano, lo recuerdo bien. El aire y tu piel aún olían a mar y nada hacía prever el caos en que se convertirían nuestras vidas en apenas unas semanas. Todavía nos levantábamos cada día mirando al sol con esa sonrisa bobalicona que solo saben poner los locos y los enamorados. O los viejos. Los viejos también. Ellos están tan cerca de la muerte que agradecen cada nuevo día como si fuera un regalo de Navidad. Todavía la palabra amor era algo así como nuestro apellido y no ese campo de batalla sangriento, doloroso y cruel que llegó a ser. Te juro que no sé qué nos pasó. Llevo años pensando en ello. Los mismos que llevo odiándote. Seguramente los mismos que tú llevarás odiándome a mí. Antes nos reíamos como niños cuando tratábamos de ganar la porfía, entre besos, caricias y carantoñas, sobre quién quería más a quien. Ahora ya no hace falta. Ahora estoy seguro, sin necesidad de discutirlo, de que eres tú la más odias de los dos. Y no será porque yo no te deteste con las mismas fuerzas que antes te amé. Al final, fuiste tú quien ganó aquella apuesta, aunque para nada.
                                        ¡Que no lo sé! Que te juro que no sé nos pasó. Solo pasó. Una mañana ya no te hacían gracia mis bromas y a mí dejaron de parecerme dos imanes tus ojos. ¡Qué cursilería, por dios! ¿Seguro que yo dije eso alguna vez? Tú dejaste de prestar atención a mis anécdotas y a mí me aburrían cada vez más tus historietas del trabajo. Fue así de simple. Y de repente pasamos de ser dos tontos enamorados a ser dos desconocidos mal avenidos y lo que antes ocupó el amor ahora empezaba a ocuparlo un rencor sordo. Hasta que una noche tus ronquidos me desquiciaron tanto que me fui a dormir a un hotel y volví a sentirme libre después de mucho tiempo. Jamás regresé. Mandé a mi hermano a recoger mis cosas. Las que quisieras darme. Le di orden de no discutir contigo por nada y menos por cualquier cosa material. Lo importante ya lo tenía: mi libertad. Sí, puede que hubiéramos debido hablar. ¿Pero hablar para qué? ¿Y de qué? A esas alturas ya nos odiábamos demasiado como para parar la hemorragia con una tirita. Sin embargo te confieso que en días como hoy, cuando el verano está muriendo, el aire trae olor a bronceador y a mar, y veo pasear a las parejas abrazadas riendo y besándose, no te negaré que el corazón se me encoge recordando esos días de aquel último verano, cuando nos amamos como si nunca fuéramos a dejar de hacerlo.

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