La gente se acercaba a la cantina de Sociedad de Labradores para escuchar las historias que Braulio contaba mientras echaba la partida diaria de dominó. Braulio era buena gente, todos lo apreciaban y todos comentaban que, para desesperación de su compañero de partida, era mejor contando historias que echando fichas. Al principio solo tenía de público a los que jugaban con él la partida, a Vicentito, el cantinero, y a los que, en la mesa de al lado, jugaban a la zanga. Luego se corrió la voz y se fueron sumando los que iban a echarse la copa, el puro y la siesta en los sillones orejeros, como mandaban dios o la tradición, que eso Braulio, ateo confeso, nunca lo tuvo claro del todo. El caso fue que poco a poco se animó a venir más gente. Incluso algunos que no eran socios de derecho pero que al consumir en la cantina se lo ganaban a pulso -o más bien, a impulso- de copa de Veterano o chinchón seco, para desesperación suya y alegría del cantinero que tenía la concesión de la Sociedad. Vicentito no recordaba verla con tanta gente desde los tiempos de don Miguel Camacho, alcalde que fue en los tiempos de la II República y que, cada viernes, hacía allí los plenos municipales para que todo el que quisiera pudiera intervenir, Algunos de estos plenos duraban hasta cerca de la media noche y luego, los más resistentes, continuaban con las copas y el debate en las mesas del salón mientras jugaban al cinquillo. Braulio contaba historias que tenía embobados a todos. La mayoría intuía que eran inventadas. O que, al menos, no eran ciertas del todo. Pero lo hacía con un arte tal que nadie osaba interrumpirle o afearle una mentira. Sin duda era un mago de la palabra, Dominaba ese arte de tal manera que, justo cuando echaba el doble seis o el blanco uno para cerrar la partida o, si había suerte, dominar el juego, lo hacía en el momento adecuado para dejar el final de la historia para otro día. Todos reían su habilidad y brindaban por su pericia. Lo que nadie imaginó nunca fue que sentían un pánico atroz a acabar la historia y después no tener nada más que decir.
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