Yo solo quería unos céntimos, lo juro. ¿Qué son unos céntimos para esta gente? Nada; menos que nada. Para mí, sin embargo, son la diferencia entre comer algo medio decente o tener que rebuscar en la basura. Solo quería unos céntimos y los pido con mucha educación, no soy de los que insisten ni les miran mal cuando no me dan o hacen como si fuera invisible o inaudible. Antes, al principio, me dolía, pero todo en la vida acaba por hacer callo; hasta el alma. Lo que pasa es que, con esto de las mascarillas y la pandemia, a veces se asustan. Sobre todo si no me ven llegar. Y ese tipo estaba claro que no me iba a ver llegar concentrado como estaba en las tetas operadas de la rubia que tenía enfrente. Yo, de ser él, tampoco miraría otra cosa. No me lo tomé a mal. Lo malo fue que la rubia se sobresaltó y dio un gritito. De verdad, les juro por lo que ustedes quieran que solo quería una moneda: cincuenta céntimos tal vez. O veinte; incluso con una monedilla de diez me apañaba, pero lo que no quería era un lío. Y menos con la montaña de músculos tatuados, cabeza rapada, botas con puntera de acero y cerebro en busca y captura que cuidaba de que todo estuviera como el dueño del local, un turco muy mal bicho, quería que estuviera. Yo extendí los brazos para calmar a la rubia de tetas operadas pero en vez de entender que era un gesto conciliador pensó que los amenazaba y del gritito pasó a chillar como una loca.
Traté de irme. Total, tampoco me iban a dar ni una moneda de cinco céntimos y era mejor intentarlo en otra terraza, pero la montaña humana apareció como por arte de magia a mi lado con otros dos clones suyos más que no sé de dónde diablos salieron. Joder, me sentí importante: tres monstruos para sacarme de la terraza a un enclenque medio muerto de hambre como yo. Vale, la culpa fue mía: no debí reírme cuando ya salíamos del local, pero me dio la risa floja ante esa idea. Y eso que traté de explicarles que, de verdad, pero de verdad, yo solo quería unos pocos céntimos, pero uno de aquellos brutos se cabreó aún más porque un moromierda como yo, encima de venir a violar a sus mujeres y robar, se riera de ellos. Los tres me llevaron en volandas hacia la parte de atrás de la terraza. Pensé que me iban a dar una paliza del carajo. No sería la primera, pero viendo la cara congestionada de aquel trío de animales puede que fuera la última, pensé. Pero no, al llegar al final del pasillo, me soltaron y uno de ellos sacó un billete de diez euros. Con esto seguro que ya no pides más, me dijo mientras me él mismo me lo guardaba en el bolsillo de la camisa mientras que los otros dos me empujaban al vacío. Yo solo quería unos céntimos, por Alá, nada más. Y ahora voy cayendo con una mano sujetando el billete de diez euros en mi bolsillo para que no se me pierda y la otra tapándome los ojos. Esta puñetera terraza estaba en la tercera planta del centro comercial si entras desde la calle y la sexta sobre el garaje. Y justo sobre el garaje caeré. Ojalá que no me duela mucho antes de morir.
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