El Álamo.

                         La primera mentira fue la más convincente. Luego vinieron otras, pero aquella fue la que me enamoró de ti. Claro que todo estaba de tu parte ese día: tu sonrisa, tu mirada, esa música traidora que me hacía sentir vulnerable, el sol que entraba tamizado por las cortinas del local y sobre todo, tu voz, esa voz que me derretía por dentro asegurándome que jamás mentías mientras me mirabas taladrándome los ojos, fundiéndome el corazón como si fuera una quinceañera. Esa fue tu primera mentira; ese fue mi primer error. No sé por qué la creí sin cuestionarla. Ni era la primera vez que me mentían ni era la primera vez que me equivocaba en cosas de amores, pero esa mañana necesitaba creerla. Esa mañana necesita creer y apareciste tú. Tal vez fue ese aspecto tuyo de haber sobrevivido a un montón de heridas en la vida y, a pesar de todo, no haber perdido la capacidad de sonreír. Sí, eso fue: siempre sonreías. Incluso cuando me contabas lo más triste que un hombre podía contar sobre su vida lo hacías con una sonrisa en los labios; como si aquello no fuera contigo, como si, en realidad, hablaras de otro tipo al que la vida hubiera puteado, como si aquello tan cruel que me estabas contando le hubiera pasado a otro y tú solo fueras un testigo casual que me lo estuvieras contando a mí. Eso fue, justo eso, lo que hizo que me enamorara de ti, lo que hizo que poco a poco te convirtieras en el amigo ideal. Lo que entonces no supe ver es que también te convertías en el enemigo perfecto. 

                              Y así, día a día, tarde a tarde, copa a copa, beso a beso, caricia tras caricia, sexo del bueno, sin inhibición ni reloj, confidencia tras confidencia, te entregué la plaza con armas y pertrechos. Como  en la rendición de Breda pero sin esos tres metros de lanzas detrás de mí. Como en la caída del Álamo, pero sin el heroísmo, la sangre y el fuego. No, a nuestro alrededor solo había un enorme abismo repleto de amargura que cada día se agrandaba un poco más. Aquella primera mentira no la vi venir; o sí, pero me la creí porque la necesitaba. ¿Pero y las demás? ¿Y las que yo te ayudé a fabricar o las que, estúpidamente, fabriqué para ti? ¿Y las que fabriqué en mi mente para mí, para no ver tantas mentiras tuyas y mías? No, ya sé que para esto, tú, que tienes respuestas para todo, no tienes ninguna. No sufras: yo tampoco. Y hazme el favor de borrar esa sonrisa de tu cara. Y deja de mirarme así. Si supieras que cuando nacen las preguntas sin respuestas, la magia se desvanece, dejarías de tratar de mantener una ficción que ya no existe ni en tu imaginación. Hasta  Breda o el Álamo cayeron, pero lo hicieron con dignidad. Paga tú estas copas. Yo hace tiempo que dejé de disfrutar del alcohol y de todo lo demás a tu lado. Hubieras debido de darte cuenta; al menos de esto, machote.

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