Preguntas sin respuesta.

 


                          La última vez que entré en una iglesia fue un Domingo de Resurrección de hace diez años. No recuerdo qué pasó, si es que pasó algo, pero nunca más he vuelto a pisar una iglesia desde entonces. Bueno, excepto para los tan manidos funerales, pero nada de bodas, bautizos y demás. Ese domingo en particular hacía frío para ser abril, ventoso y con un cielo plomizo que parecía amenazar lluvia inminente. Qué rara es la memoria, carajo. Me acuerdo del parte meteorológico de ese domingo de hace diez años y no de lo que desayuné ayer. Suponiendo que ayer desayunase, claro. Ya por aquella época vivía solo. Me refiero a la más absoluta, dura y deprimente soledad. Una soledad que por entonces me ahogaba más fuerte cada día que pasaba así que o me refugiaba en el alcohol o en la fe, y dado que tampoco iba muy boyante en cuanto al dinero, y que beber cuesta lo suyo, la elección de entonces fue sencilla. Quería encontrar lo inexistente: respuestas. Claro que para eso hay que saber antes qué preguntar y a quién y yo, por no saber, por entonces no sabía ni el día en qué vivía. Esa fue la última vez que entré en una iglesia sin que fuera para un funeral. Y aún después, cuando iba a alguno, procuraba quedarme lo más cerca posible de la puerta. 

                               Así hasta hoy. Tampoco es que  haya encontrado la fe de golpe. No encuentro los calcetines cuando salen de la lavadora, como para encontrar la fe. Ni las cosas han cambiado mucho desde aquella época: sigo sin respuestas y sin saber qué o a quién preguntar para encontrarlas. Solo que ahora me importa un carajo una y otra cosa. Sigo en la soledad más absoluta, es verdad, pero mi economía es más boyante -cosas de la herencia de la tía Pili, que dios o el diablo deben estar soportando- y evito deprimirme gracias al amigo Jack Daniels y al sexo de quinientos euros la noche cuando el whisky no es suficiente. Y ahora, que casi me había acostumbrado a la soledad, a las resacas y a la sensación fría - como la de agarrar con la mano un pez muerto - del sexo pagado; ahora que ni buscaba ni quería respuestas y  que ya no me hacía otras preguntas que no fueran a qué hora llegaría el repartidor del súper con las bebidas o la repartidora de sexo con su carga de besos, caricias y amor de tarifa fija, ahora me llega el medico  con ese lenguaje aséptico y críptico que les encanta usar y me da los resultados de mi última -esta vez sí- analítica: cáncer de páncreas en fase IV con metástasis. Menos de un mes de supervivencia. ¡Manda cojones! Bueno, yo ya sé que nadie irá a mi funeral. De hecho dudo que hubiera uno. Pero oye, nada me impide que yo me pague el mío y  además asista a él mientras aún siga aquí. Total, el cura no me pidió el certificado de defunción sino el nombre del finado y una ayuda para las necesidades de la iglesia. El buen hombre, padre, párroco o  como se les diga puso los ojos como platos cuando le di un billete de doscientos euros. Qué menos para mi funeral, ¿no? Puñeteras preguntas. Háganme caso: nunca pregunten si no saben antes la respuesta. 

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