Petronio.



                                Julio siempre fue un tipo elegante. Guapo no, pero con ese toque de clase al vestir y en los modales que, o se mama, o se aprende en la vida con mucho sacrificio. Algún compañero de facultad le puso el sobrenombre de Petronio por ser este el primer influencer de la moda, allá por el imperio romano. Nunca supo si tomárselo como un elogio o como la taimada burla del que lleva apellidos compuestos ante el que, lo único compuesto que tenía, era la fiambrera de arvejas que su madre se empeñaba en seguir mandándole al Colegio Mayor. Cincuenta años más tarde lavaba cuidadosamente sus calcetines negros en una bañerita roja, observaba la barba de una semana que cubría su cara y el jersey, de Lacoste, sí,  pero con unos zurcidos discretos en la patente y que lo mismo usaba para estar abrigado en la habitación, leyendo, que en la cama a modo de pijama. Un cierto aire de digna elegancia lo seguía envolviendo. Caído, sí, rendido, nunca: si fuera un noble medieval esa sería sin duda la divisa de su escudo. Guardaba su ropa en dos armaritos de esos de telas con cremallera. En uno, la que fue de calle y ahora solo se podía usar en sus veinticinco metros de apartamento; en otro, la que aún aguantaba la visión de los demás y que usaba en sus cada vez más contadas salidas. Salía poco porque aunque siempre aguantó bien las puyas de los que fueron sus compañeros, los de apellidos compuestos, ahora, con casi setenta años las fuerzas no eran las mismas y él tampoco. Ellos sí. Ellos seguían siendo ricos; incluso más. Además, muchos habían medrado en la política, en la banca, en la judicatura, sobre todo en cualquier crisis -real o inventada-, en todos los sitios y ocasiones que les diera más dinero o poder. Él no supo o no quiso aprovechar que también salía en la foto con ellos. Puede que porque por muy elegante que fuera siempre supo que jamás fue uno de ellos. 
                     Sus padres lo intentaron con toda su buena voluntad. No querían para él la vida que habían tenido ellos: con dinero pero sin estudios en una sociedad donde cada vez se valoraba más un título colgado en la pared, y puesto que el dinero no era un problema, consiguieron que entrara en el mejor de los colegios, donde se formaban las elites, aunque ellos, pobres, no supieran qué significaba esa palabra. ¿Y todo para qué? Para ser el muñeco del tiro al blanco de los otros. Para luego, trabajar como un desgraciado, doce -a veces quince- horas diarias, tratando de ganar algo del respeto social que aquellos disfrutaban. Para competir contra él mismo, contra todo y contra todos, creyendo que en algún momento, detrás de algún recodo de la vida, encontraría la felicidad. ¡Ay, Petronio, Petronio; Petronio de pacotilla. Cómo caíste en esa trampa! En fin, ya no hay remedio. Colgó con cuidado los calcetines de una pequeña cuerda en la ducha Y se sentó a leer junto al tragaluz. Mañana tenía que ir a devolver los libros a la biblioteca así que le tocaba afeitarse. Ya había abetunado sus zapatos y planchado la camisa celeste de mil rayas. Ser pobre no debe estar reñido con ir limpio y arreglado, se dijo suspirando mientras abría el libro de cuentos breves de Kafka.   

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