El hombre malo.

 


                     De pequeño siempre iba caminando al cole. Solo eran siete manzanas y un pequeño parque donde tenía prohibido parase a jugar si no iba con sus hermanos mayores. No le importaba ir caminando. Así ahorraba el dinero de la guagua y con él podía comprarse golosinas o algún tebeo. Le encantaban los tebeos. De camino iba tocando los timbres de las casas que tenían grandes puertas de madera. Solo tocaba allí porque sabía que tardarían mucho en llegar a la puerta y nunca lo iban a pillar. Los tocaba y salía corriendo hasta la siguiente casa que tuviera un gran portón. Al llegar al parque corría como si compitiera con él mismo, sin mirar a ningún lado, deseando cruzarlo lo antes posible. No es que fuera un niño especialmente miedoso pero sí impresionable, y todos decían que allí, en el banco de piedra junto a la estatua de Pérez Galdós, vivía el hombre malo. Eso sí que le aterrorizaba. Solo de pensar en él tenía pesadillas y, aunque le avergonzaba, a veces hasta mojaba un poco la cama. Medio siglo más tarde los niños ya no juegan a tocar los timbres de las casas y el hombre que duerme en el banco de piedra, entre cartones y mantas sucias, es él. Pero algunas cosas siguen sin cambiar: la estatua de don Benito, que lo mira impertérrito, y los niños, que corren sin atreverse a mirarlo al pasar delante de su banco como si allí estuviera la puerta del infierno. Y bien pensado, tampoco estaban demasiado equivocados, no.

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