Antes me levantaba para hacer las cosas de cada día, incluso si el tiempo acompañaba, dábamos un paseo hasta el parque donde tú te volvías loca persiguiendo a las palomas y yo le daba un adelanto al libro que estuviera leyendo por entonces. Lo primero que dejé de hacer fue la cama. Total, era una estúpida pérdida de tiempo. Allí solo dormía yo y, cuando me pillabas dormido o despistado, tú, que te acurrucabas a mi lado y suspirabas cuando lo hacías. Luego dejé de afeitarme. Pronto comprendí que era otro tiempo malgastado. Nunca fui muy presumido, pero ahora, con la mascarilla cada vez que salíamos de casa, me resultaba estúpido lo de afeitarme. No recuerdo bien cuándo fue, pero también dejé de cocinar. No porque el tiempo empleado en ello me pareciera prescindible sino simplemente porque dejó de apetecerme hacerlo: primero lo de cocinar y luego lo de comer. Fui abriendo cada vez más de tarde en tarde las latas que almacenaba en el mueble despensero para comer algo al mismo tiempo que fui dejando de abrir la puerta o de descolgar el teléfono más a menudo para no tener que dar a nadie explicaciones que ni yo mismo tenía, y las que creía tener, me resultaban inverosímiles hasta para mí. No quería ver ni oír a nadie, no necesitaba que nadie me contara lo bien o mal que iban las cosas, lo bien o mal que lo estaba haciendo este gobierno -si es que aún existía eso que llamábamos gobierno-, no quería que nadie me llamara para decirme que este o aquel había caído en esa guerra invisible pero certera. Solos tú y yo nos bastábamos para compartir cama, comida y tristezas. Dejé de leer cuando la vista me empezó a fallar: me mareaba constantemente y las letras se convertían en borrones para mí. No sé qué día es ni cuándo comimos por última vez o cuánto llevamos en la cama, Sé que hace días porque el olfato no lo he perdido y, aunque entre la oscuridad de mi cuarto y la de mis ojos no veo prácticamente nada, el olor a amoniaco de los meados ya secos en la cama lo delata. No puedo salir ya de aquí aunque lo desease, que no lo deseo. Tú también pareces presentir que esto se acaba, Dama, y entre gemidos te pegas todo lo que puedes a mí buscando esta vez un calor que ya no te puedo dar. ¡Tengo tanto sueño! Duérmete tú también, Dama, y a lo mejor despertamos juntos en otro mundo menos cruel.
Cuestión de suerte.
La suerte se gasta como se gastan las suelas de los zapatos, el saldo de las tarjetas de crédito o los bajos de los pantalones vaqueros si los llevas muy cerca del suelo. solo que por entonces yo no lo sabía. Por entonces creía que la suerte iba a jugar siempre en mi bando y que, además, era como la gracia divina: inagotable. Joder, cómo me equivoqué. Pero para cuando me di cuenta de que eso era así ya era demasiado tarde para mí y todo a mi alrededor se había sumido en un caos imposible de abarcar que, por narices, me llevó a ese pozo de tristeza del que nadie pudo nunca antes escapar. No, no: yo tampoco. La suerte, esa puta mal parida y desagradecida, me abandonó y todavía hoy, tanto tiempo después, ni sé por qué ni ya me importa. Solo sé que una mañana me levanté y mientras me preparaba mi tazón de leche con gofio, revisaba los exámenes de la semana y ojeaba nuevamente las notas de las clases del día supe, de alguna manera que jamás podré explicar, que ya nada sería igual para mí, que a partir de ese momento tendría que aprender a lidiar con la vida sin la ayuda de la suerte, que poco a poco dejaría de ser para mis alumnos don Paulino el enrollado para pasar a ser, también poco a poco, Paulino Nosferatu. Eso sí, hasta para poner motes eran rebuscados los cabrones. Dejé de ser el tipo divertido en el claustro de profesores, el que amenizaba esas tediosas reuniones para ser el que las saboteaba oponiéndome a casi todo, Sí, en eso me convirtió la suerte al irse de la mano con ella. Porque las dos, la suerte y Maca, desaparecieron de mi vida el mismo día. A Maca la recuerdo a veces. Sobre todo cuando veo a parejas de nuestra edad ir de la mano en El Corte Inglés o a cenar por ahí. Pero a la suerte la echo de menos cada segundo de mi vida y a veces me sorprendo parado en una esquina o en otra intentando recordar si fue allí dónde se me gastó, mirando envidioso a quién aún disfruta de ella como el desperrado mira entre envidioso y malicioso al que paga con tarjeta de crédito mientras él ha de usar efectivo. Al menos yo me consuelo pensando que a ellos también se les acabará la suerte cualquier día, así, sin darse cuenta. Como el que una mañana, al vestirse, se da cuenta de que las suelas de sus zapatos preferidos están tan gastadas por el uso que ya tienen hasta un agujero tremendo. ¡Que se jodan!
Juegue con nosotros.
A veces me olvido de que la vida es como una extraña partida de dados: una vez lanzados ya no hay marcha atrás. O tal vez como una de póker, en la que si necesitas un rey te sale un tres, y cuando necesitas ese tres te aparece siempre una jota. No sé quién será el dueño de este casino pero presiento que en este juego de azar - o eso dicen de ella- que es la vida, como en esos otros de los casinos -reales o virtuales- que florecen como pútridas rafflesias, juegues a lo que juegues y juegues como juegues, la casa siempre gana.
Loco.
Estoy loco. Loco de angustia, de miedo, de ansiedad, de frustración. Loco de ira y de desesperación. Mi psiquiatra dice que no, que no estoy loco, que loco es un término demasiado mal usado, que en realidad lo que tengo es un tipo de estrés postraumático y que este, en vez de disminuir, aumenta y aumenta porque yo me niego a hacer el duelo. Yo. Otra vez yo. Otra cosa que también es culpa mía. Por las noches, cuando cierro los ojos para tratar de que el pastelón de pastillas que tomo -pero no estoy loco, eh- haga efecto y el sueño venza al llanto oigo una y otra vez el ruido incesante del timbre de la puerta de mi casa pulsado por el oficial del juzgado y los puñetazos en la puerta de los policías que los acompañaban conminándome a que abriera por las buenas para que ellos pudieran ejecutar el lanzamiento -¡qué término más humillante!- y entregar la posesión al procurador del banco. Abrí, claro que abrí. Abrí y vi no solo al oficial del juzgado, a los policías, al procurador, al cerrajero y a la puta madre que los parió sino que pude ver también las cabezas de mis vecinos protegidas detrás de sus puertas apenas abiertas para no perderse el show y que bajaban la mirada a mi paso. Por supesto que me fui. Días antes desalojé mis pertenencias más personales: ropa, fotos, algunos libros y poco más. Los muebles y demás lo dejé allí. Si no tengo casa, para qué coño quiero muebles o electrodomésticos. Y así noche tras noche. Ya ni sé cuándo fue la última vez que dormí una hora seguida.
Estoy loco, sí, pero soy un loco con un objetivo que de alguna razón a tanto absurdo en mi vida. Me volví a ajustar el nudo de la corbata y comprobé que mi manicura fuera decente. En ello estaba cuando el director de la oficina de la entidad que un par de años atrás se quedaron con mi casa por el resto de una hipoteca que pagué religiosamente durante diez de los quince años contratados me dijo que pasara. Ya no era el mismo director, este era un chaval que parecía recién salido de la facultad, con tropecientos másteres y cursos de especialización y ninguna experiencia en la vida fuera de esa pecera que era su despacho. En el fondo agradecí que la puta pandemia esta nos obligara a llevar mascarillas y a usar continuamente este hidroalcohol, así este pavo no notará el olor a gasolina hasta que sea demasiado tarde y se quede helado -qué ironía , ¿no?- al verme arder como una antorcha en su impoluto despacho. Estaba loco. Eso le dirá el forense a la policía y esta al juez. Le echarán la culpa a la pandemia o a cualquier cosa menos al verdadero culpable, aunque este, cuando meta mis datos en su super ordenador la sabrá pero, claro, sería muy mala política publicar que un excliente lanzado de su casa se inmoló en una oficina de esta entidad. No, seguro que lo que pasa es que el pobre hombre, vaya usted a saber por qué, estaba loco.
Cosas de hermanos.
Anoche soñé con mi hermano. Jugamos juntos, crecimos juntos, juntos hicimos mil mataperrerías y juntos soñábamos con un tiempo donde libertad fuera algo más que otra palabra dentro del diccionario Sopena que llevábamos en la maleta junto con los libros de Mates, Lengua o Religión. Empezaban los setenta, nosotros apenas habíamos cumplido diez años y, aunque entonces no lo supiéramos, estábamos en la época más tranquila -y probablemente más feliz- del resto de nuestras vidas. Hace muchos años que no hablo con mi hermano. Muchos años. Demasiados. Tantos que ya ni me acuerdo de cuántos hace. No creo que lo volvamos a hacer jamás. A fuer de ser sincero, las razones de este alejamiento se pierden en una de las nebulosas que oscurecen mi memoria. Los años y ese reflejo de supervivencia que tiene el cerebro, que de vez en cuando resetea los recuerdos para hacer menos insoportable la vida, han hecho que tenga grandes vacíos temporales sobre la mía propia. Tampoco creo que importen esas razones, la verdad: una palabra mal dicha, otra mal entendida, una conversación pendiente para la que nunca hubo tiempo porque el orgullo pesa más que la razón... ¡Qué más da! Lo realmente cierto es que ese jarrón ya está roto.
Pero anoche mis sueños me trasladaron a aquella época en la que aún éramos hermanos y amigos, en la que compartíamos ilusiones y juegos, en la que las mañanas de los domingos eran eternas y teníamos que buscar algo que las acortara. Los días de buen tiempo, cuando ya habíamos jugado a todo lo posible: indios y vaqueros, al escondite, al fútbol a dos, a ver quién rompía más hojas de las plantas del jardín con el tirachinas y ya se acercaba la hora del almuerzo, nuestro entretenimiento favorito era girar sobre nuestro eje a toda velocidad como si fuéramos unos derviches locos, cada vez más y más rápido, hasta que al final caíamos al suelo agotados, sudorosos, mareados, con la espalda contra las losetas del patio mirando pasar las nubes.
Esta mañana he hecho lo mismo. No, no me he puesto a girar como un derviche loco. Simplemente me he sentado en el suelo de mi terraza con la espalda apoyada en la pared y me he dedicado a ver cómo pasaban las nubes. Sin darme cuenta me vi hablando con mi hermano, comentándole que aquella nube que aparecía por detrás de la montaña parecía una avioneta. Cuando me giré para ver qué cara ponía no había nadie; solo un recuerdo espoleado por un sueño. Cuando volví a mirar la nube ya no pude ver la avioneta. No sé si porque había cambiado de forma o porque las lágrimas distorsionaban mi visión.
El barman silencioso.
Todos, en algún momento, queremos o tenemos que cambiar de vida. Eso es casi inevitable; una de esas leyes no escritas. A mí me llegó el momento a los cuarenta y cinco. ¡No hombre, vale ya del manido tópico de la crisis de los cuarenta! No, lo mío fue una crisis de confianza, que no de fe. Es verdad que no todos ustedes saben que yo, antes de barman -bartender nos llaman ahora- fui sacerdote, párroco rural para ser más exactos. Mi fe seguía ahí: unos días más alta y otros en franco declive. Como el Ibex 35, vamos. Y si en su momento no fue fácil saber que esa desazón que sentía ante todo lo que a mis amigos les motivaba era, en el fondo, lo que los creyentes conocemos como "la llamada," fue mucho más difícil comprender que no podía seguir ejerciendo mi ministerio como si fuera un robot: mecánica: monótonamente, como el operario en una línea de producción, sin sentir lo que decía a los que acudían a mí en busca de un consuelo o un consejo que yo debía darles pero para los que, en realidad, hacía tiempo que ya no tenía respuesta. Y ahí surgió lo del bar. Mi cuñado también se hartó, pero de mi hermana. Salió a comprar tabaco, y eso que él jamás fumó, y nunca volvió. Digamos que eso de ayudar a mi hermana con su negocio y su depresión fue mi excusa, mi pasaporte para volver a la vida seglar y ahora cada noche, de siete de la tarde a dos de la mañana, me pongo detrás de ese otro altar pagano que es la barra de un bar.
Aquí nadie sabe que fui sacerdote aunque, si soy sincero, no creo que a nadie le importara un carajo. Además, la verdad es que entre este oficio y el otro, salvando lo salvable, hay más similitudes que diferencias. Escucho en silencio los problemas de mis clientes: el que se siente tan solo que evita ir a su casa como sea, el que piensa que su pareja le engaña pero tiene tanto miedo de saberlo que prefiere vivir y sufrir en el tormento de la duda, la mujer que necesita saber que aún es deseada, la parejita que empieza a salir y están tan seguros de que su historia de amor durará toda la vida, tanto como yo lo estaba de que mi vocación sería eterna. Y todos vienen a mí a contarme sus cuitas, a pedirme consejo, a vomitar sus miedos y sus dudas y a adormecer su mente o exaltar su sentidos con alcohol. A los manises y las aceitunas invita la casa, eh. Ellos saben que el código de honor de los barman es sagrado, casi como el secreto de confesión, y que les proteje. Jamás repetiría una confidencia dicha ante una copa por nada del mundo. Son casi las siete. Por fin terminé de limpiar la barra, de revisar las neveras, de rellenar los botes del picoteo y me quedan diez minutos antes de abrir, mis diez minutos antes de abrir. Suspiro y me siento delante de la barra, a solas y en silencio, con los dedos entrelazados y la cabeza apoyada en ellos y, como antes, como en mi otra vida, pido un poco de sabiduría para poder ayudar a todos los que, sin saberlo, viene a pedir esa ayuda, y le pido a ese Dios que antes era mi jefe que me evite la tentación de juzgar los actos de otro sin hacerlo antes con los míos. Bueno, las siete en punto: abro lentamente la verja de la puerta del bar. Comienza otra noche. Hay que ganarse el pan nuestro de cada día.
El novelista.
Se terminó de vestir en el salón mientras miraba de reojo el caos que reinaba por todo el apartamento. Mirara donde lo hiciera solo veía papeles tirados, cajones vaciados por el suelo, muebles fuera de su sitio, las tripas del sofá, blancas, inmaculadas, saliendo por los enormes cortes hechos en su parte baja, los pocos cuadros que habían en las paredes estaban ahora destrozados y desperdigados por las esquinas, entremezclados con los cientos de trozos de cristales de la vajilla, la cristalería y el televisor. Mi televisor, coño, que no hace un mes que me lo compré. El salón era el escenario de una batalla campal. De hecho todo el apartamento lo era. Cuando terminó de vestirse y se miró en el espejo de la entrada, astillado y colgado solo de un lado, la imagen multiplicada que le devolvió de su propia cara llena de cortes y magulladuras le hizo comprender que en esta guerra absurda también había daños colaterales: no había sino que fijarse en su apartamento o en él mismo. Hasta hubiera sonreído si el labio roto y el tremendo dolor de costillas que le habían regalado los bestias que destrozaron todo no le apremiara para salir de allí no sea que se les pudiera ocurrir volver a destrozar un poco más cualquier cosa, no sé, tal vez hasta a él mismo.
¿Pero qué coño querían? ¿Qué podía tener él, un novelista de cuarta fila, con más hambre que éxito, que ellos quisieran con tanto afán? El premio Planeta, no, desde luego. Ni el Pulitzer. De hecho, nunca había recibido ningún premio. Por no tener no tenía ni un accésit de mierda. Y los contados artículos que algún periódico le compraba, ya sea para los de versión en papel o para esos nuevos que solo existen en el mundo digital, apenas le daban para pagar el alquiler de ese mini apartamento y comer poco y mal. Gracias a la viejita y sus tuppers, joder, si no pasaría más hambre que el perro de un ciego. Claro que le hubiera ayudado saber qué demonios querían si les hubiera entendido cuando le preguntaban entre puñetazo y patada o mientras destrozaban todo lo que encontraban a su paso. Solo repetían una especie de letanía en una lengua que no era ni inglés ni francés, ni alemán ni ruso, ni árabe ni chino, al mismo tiempo que destrozaban mi casa o pateaban mi cuerpo. Eso sí, lo hacían todo metódicamente, de manera muy profesional: sabían hasta dónde llegar y cuándo parase. Sí, tenían un método y lo aplicaban concienzudamente.
Salió de su casa sin molestarse en cerrar la puerta. Total, no había nada entero que mereciera la pena robar -¡mierda, la tele, joder, que la estrené el mes pasado!- y, además, la cerradura estaba reventada. Bajó las escaleras con paso lento, tratando de que las lágrimas no se le saltaran con el esfuerzo. Seguro que llevaba más de una costilla rota. Por fin logró salir a la calle. La luz del día le golpeó en los ojos magullados, claro que no fue lo único que le golpeó. No lo vió venir pero cuando sintió el puñetazo en las costillas rotas, como si le golpearan con un martillo pilón, se quedó con los ojos en blanco y sin respiración. Antes de irse al suelo notó cómo dos brazos de acero lo cogían por cada lado y lo lanzaron como si fuera un saco de papas al interior de un monovolumen que arrancó a toda leche provocándole otro latigazo de dolor. Alguien le puso una capucha, negra, por supuesto, y lo ató al sillón. Otra voz comenzó a interrogarle. Cada pregunta iba acompañada de un golpe en la costilla o un puñetazo en la cabeza o en el estómago. El interrogador no le tocaba, solo repetía con voz monótona una serie de preguntas y, por dios, que si le hubiera entendido le hubiera confesado lo que quisiera: hasta la muerte de Olof Palme o incluso el asesinato de Prim. Estaba a punto de volverse loco. Ya no era solo el dolor; este había sido superado hacía rato por el miedo y el miedo acababa de ser borrado por la indignación. Estaba loco de rabia, furioso, lleno de ira. Tanto que si hubiera tenido las manos sueltas le hubiera dado igual el dolor sus costillas rotas, el pis y la caca que en ese momento llenaban su vaquero o la bilis que se escurría por su camisa: probablemente se hubiera lanzado sobre sus carceleros y los hubiera atacado aunque solo fuera a mordiscos. Fantaseaba con esa imagen cuando una orden seca se escuchó a través del manos libre de un móvil y dejaron instantáneamente de zurrarle. Una mano experta comenzó a cachearle protestando asqueado por su aspecto. O eso creyó entender él por el tono del comentario y de las respuestas. Le quitaron la cartera y las llaves y luego notó que le ponían un paquete envuelto en plástico y cinta americana en el bolsillo. Y después nada: silencio absoluto durante un buen rato hasta que el de la mano de martillo pilón le dió un golpe en la nuca que lo dejó totalmente atontado, lo que aprovecharon para desatarlo y bajarlo del coche de una patada. Se levantó con los pulmones ardiéndole. Notó que aquello no era la ciudad. Tal vez los suburbios o el campo. Apenas se puso de pie notó ese frío intenso y acerado entrando por su costado y el calor viscoso de la sangre manchando su camisa y mezclándose con la bilis de sus vómitos. Fue cuando, por fin, comprendió algo de la locura de aquel día absurdo: estaba muerto, lo habían matado. Con los ojos cerrados trató de buscar, como si fuera un buen novelista, un final redondo para su historia pero no pudo: la muerte llegó primero.
It´s never too late to fail*
Su nueva vida empezaba en una habitación minúscula que tenía por todo equipamiento un colchón sobre una tarima en el suelo, ocho libros en torre a un lado de lo que sería su cabezal que lo mismo servía de mesa de noche que de punto de referencia para ubicar el resto de sus cosas. Había una cuerda verde colgada de dos clavos en la pared del ventanuco alto que le daba algo de aire a la habitación y que unas veces servía de perchero para sus dos camisas y su pantalón, y otras, simplemente, hacía de tendedero para la ropa interior y sus calcetines negros, siempre negros, que lavaba a diario. No se puede fumar en la habitación; por los incendios que provocan los cigarrillos en la cama, ¿sabe usted? Ya hemos tenido algún caso y son un peligro. Fue lo primero que le advirtió la casera al enseñarle aquel cuarto vacío, mal iluminado y peor ventilado. Él no fumaba. Si de verdad quería evitar actividades peligrosas en aquella habitación debería haberle prohibido pensar porque eso era lo que hacía la mayor parte del tiempo que pasaba allí: intentar no pensar, dejar la mente en blanco y contar las grietas que tenía la pintura del techo. Treinta y siete, exactamente eran treinta y siete grietas de diferentes formas y tamaños las que tenía ese techo.
No quería pensar en qué le había traído allí. No podía permitirse el lujo de pensar en lo que había sido su vida hasta el día en que había llegado allí o la semana anterior o el día de su cincuenta y dos cumpleaños. Necesitaba borrarlo todo: su pasado, sus recuerdos, su historia, su vida entera. Lo necesitaba tanto como ese techo necesitaba una mano de pintura que cubriera sus treinta y siete grietas y alguna mancha indefinible que oscurecía las esquinas. En su habitación reinaba una especie de silencio apenas turbado por algún suspiro que no podía reprimir, el aleteo de una cucaracha que aún no había logrado descubrir y, desde lejos, amortiguados como si los escuchara en medio de una buena borrachera, los ruidos del resto de la casa: los cacharros de la cocina, los platos en la mesa chocando con los vasos, algunas puertas abriéndose, otras cerrándose, el agua corriendo por las cañerías del baño que se se quejaban de tanto ajetreo, de tanto ir y venir de inquilinos, de tanto tirar de la cisterna, de tantas manos diferentes que se lavaban en su pileta de dudosa higiene a esta hora de la noche. El baño siempre olía fuerte. Por la mañana a lejía, a mediodía a zotal y a estas horas olía fuerte por un uso excesivo: al pis que no acabó dentro de la taza, a la escobilla que apenas se usó, a mucha humanidad y poco aseo, en suma.
Todavía recordaba las arcadas que sintió cuando fue a usarlo el primer día de su estancia en la casa. Volvía tarde de dar un paseo nocturno y se dirigió al baño para ducharse y aliviarse antes de irse a su cuarto. El olor hizo que casi renunciara al alquiler, casi. Pronto se dio cuenta de que, fuera donde fuera, la diferencia, si la hubiese, sería muy poca con lo que esta noche le rodeaba y, además, estaba muy cansado y deprimido para hacer o decidir nada, aunque fuera recoger sus ocho libros, su escasa ropa de repuesto, su par de zapatos nuevos y marcharse de nuevo a buscar otro sitio. Por eso se encerró en su cuartito y dejó que la noche, los ruidos, la ropa colgada en la cuerda, la puta cucaracha invisible pero no inaudible y las treinta y siete grietas del techo se convirtieran para él en todo su universo a partir de ese día. Eso, y la enorme pantalla blanca en la que trataba de convertir su mente.
*(Nunca es tarde para fracasar)
El bromista.
Tal vez se me fue la mano con la broma, pero coño, ¿cómo iba a saber yo que estos dos estaban como estaban? Además, son muchos años tratándonos y gastándonos bromas mutuamente y a los amigos, carajo. ¡Si es que nos llamaban los Pantomima Full de Guanarteme! Pero esta vez creo que me pasé de largo. En fin, una broma es una broma y el que no la aguante que se vaya del barrio, como decía el gran Gila. Además, es que la broma era redonda, de verdad que sí. Aunque el programa pirata de deepfake que compre en una web china no sea el que usan en Hollywood y si te fijas bien notas que algo no cuadra en la imagen, al principio da el pego, vaya si lo da. Pero la verdad, si llego a saber que ellos estaban tan mal no lo hubiera hecho. O sí, coño, que la broma era genial. A Alberto le flipa el porno y con ese programa cambié la cara de una actriz por la de su mujer. Si es que nos tendríamos que haber partido el culo a reír, pero cuando se empezó a poner rojo, rojo, rojo y de repente de un salto se marchó, pensé que me había pillado y que me estaría preparando una gorda. Pero el muy idiota llevaba tiempo celando de su mujer y en vez de partirnos el culo a reír va y le parte a ella la cara a hostias. ¡Vaya idiota! Y aquí estoy, citado como testigo en su juicio para que aporte la cinta porno como descargo. Dice su abogado que así podrá alegar enajenación mental transitoria, ¿pero y yo, yo qué? ¿Cómo le digo yo al juez que todo esto fue una broma? ¿Y cómo se lo digo a Mari Carmen, que todavía tiene huellas en la cara del palizón de Alberto? Creo que no, que diré que no sé de qué me habla y que llevaba días muy raro, como taciturno. ¡Coño, me llaman! Bueno, suerte, y al toro. Bien pensado, esta sí que fue una broma cojonuda.
(Todo mi apoyo a la mujer en este 8M y mi rechazo a cualquier tipo de violencia contra ellas.)
Final de invierno.
El invierno se moría y mientras llegábamos a casa hablábamos de que para el próximo nos teníamos que comprar unos chubasqueros porque los dos odiábamos los paraguas -pero esta vez lo teníamos que hacer de verdad-, de que con el buen tiempo habría que revisar el sellado de la casa para ver si de una vez acabábamos con esa puta gotera que, año tras año hablábamos de arreglar, y apenas calentaba el sol de nuevo nos olvidábamos hasta la siguiente tormenta de invierno, yo te dije que no creía que los neumáticos del coche llegaran bien al fin del verano, cuando tenía la ITV, y tu bufaste comentando que el coche se llevaba más dinero que un niño chico. Hablamos de mil cosas de camino a casa ese fin de invierno. Lo que nunca me dijiste fue lo frías que iban a ser las noches sin poder acurrucarme a tu lado cuando acabara el próximo verano o de cómo me me iba a acompañar esa gotera tediosa que esta vez tampoco arreglamos y que, bendita sea, al menos rompía el silencio mortal que ahora reina en la casa, ni que tendría que tener la tele siempre encendida para notar menos que tú ya no estás. Porque ese día hablamos de que el invierno se moría y de todo lo que había que arreglar, pero ninguno de los dos tuvo el valor de decir que también se moría nuestro amor y de preguntarle al otro si creía que eso tenía arreglo
El experto.
No podía evitar que los ojos le brillaran de orgullo cada vez que veía los anaqueles del salón repletos con cientos de libros de cocina y coctelería. Los colores de sus lomos, vivos, brillantes, como una provocación a abrirlos y devorar su contenido creaban, unos al lado de los otros, una hermosa obra de arte de la que le era casi imposible apartar la mirada. Estaba seguro de que poca gente disponía de una colección tan extensa y especializada del arte culinario, de que muy pocos conocía como él el secreto de las más sabrosas y elaboradas recetas o de los cócteles más complejos, sublimes y vistosos. Sin duda era un gran especialista en la materia y pocos, muy pocos en esta ciudad de mierda alcanzan mi nivel, pensaba mientras terminaba de preparar su cena: una lata de sardinillas al limón en un pan, ya algo duro, pero que con un buen vaso de agua y el hambre que llevaba, bajaría sin problema. Mañana tenía que pasar por la librería porque le habían llamado para decirle que Pepe Orts, el famoso mixólogo, había sacado un libro de coctelería creativa. Eso no se lo podía perder si quería seguir pasando por ser el más al día en el mundo de la alta restauración, pensó suspirando al tiempo que recogía las migas de su escasa cena y calculaba cuánto le quedaría para comer después de añadir el libro de Orts a su colección y hasta que volviera a cobrar los cuatrocientos veinte euros de la renta activa de inserción para mayores de cincuenta y cinco años.
Cosas de abuelas.
Todo empezó con una mentira. ¿Pero acaso toda historia de amor que se precie no empieza siempre con alguna mentira? Pues la nuestra no iba a ser diferente. Mi abuela Carmencita decía que las mentiras tenían las patitas cortas; las del amor también. Mi abuela Lola, sin embargo, nunca decía nada porque nunca se metía en nada. Carmencita siempre tenía razón. Yo creí que nunca podría olvidarte, que jamás podría olvidar ese tacto cálido, electrizante, de tus manos recorriendo mi piel erizada, que seguiría temblando ante la sola idea de sentir tus labios rozando los míos, de notar tu lengua abriéndose paso entre mis dientes que se rendían sin presentar batalla, o ante el recuerdo de nuestros cuerpos encajados perfectamente, como si fuéramos dos piezas de un puzzle sexual único y a la vez siempre cambiante. ¡Qué mentira más grande! Hoy te vi en la cola de la caja de al lado en el súper. Siempre creí que cuando volviera a verte volvería a sentir ese vuelco en las tripas pero me di cuenta de que solo eras una sombra en medio de otras sombras anónimas de mis recuerdos, apenas un fantasma entre otros que de vez en cuando vendrían a recordarme que una vez estuve vivo y palpité. Vaya cosa, por Dios. ¡Hay que ver a dónde nos llevan las mentiras, abuela Carmencita! Tú nunca te equivocabas.
Las galletitas del café.
Retrato al óleo obra de José da Silva.
Recorría las terrazas buscando esas galletitas que ponen con el café y que la mayoría de los clientes dejan olvidadas sin consumir. Las cogía disimuladamente, con la mayor naturalidad, como si se hubiera levantado de esa mesa momentos antes y se hubiera dejado olvidado algo en ella. Los camareros de la zona saben que muchos días son esas galletitas su único alimento y cuando lo ven rondar su terraza, al ir a recoger el platito de la cuenta de mesa, dejan disimuladamente alguna galleta de más en el plato del café. Son malos momentos para todos, piensan, y más para el viejo capitán. Le llaman así porque cuando apenas tenía veinte años heredó dos colts 45, una hacienda en Centroamérica y media docena de perros de presa. Antes, cuando las tardes flojeaban de clientes, nadie llevaba mascarilla y la única distancia que medio se respetaba era la que los árbitros de fútbol pintaban en el césped para tirar una falta con barrera, lo invitaban a tomar un café con con leche y un bocadillo de lo que fuera y lo rodeaban con la excusa de que les contara historias sobre revoluciones de las que nadie había oído nunca hablar en las que él, con sus dos colts al cinto y rodeado de sus perros, capitaneaba un grupo de rebeldes que defendían la libertad en países donde solo mencionar esa palabra ya era delito. El viejo capitán presumía, con la mirada velada por el humo de su pipa y el sombrero calado hasta las orejas, de haberse unido siempre a las causas perdidas.
Los zapatos marrones.
Antes, cuando tenía alguna tarde libre, paseaba por Triana y se paraba delante de los escaparates de las joyerías o de las peleterías de calidad. Fantaseaba con ese reloj de lujo que se compraría con el bono trimestral de resultados o admiraba la suavidad del zapato que acababa comprando, uno más para la colección, Dios mío, Ana me va a matar, pero es que es tan chulo y tan cómodo y, además, ese tono justo de marrón no se parece a ninguno de los que tengo. Así justificaba los casi trescientos euros que costaban y que cargaba a la visa. Que Ana no se entere del precio porque si no, sí que me mata, se decía mientras se tomaba su picoteo en cualquier terraza de la zona. Eso era antes, o tal vez en otra vida. Hoy tiene todas las tardes libres, y las mañanas, y muchas noches también, porque el sueño que debía ocuparlas se marchaba asqueado de su tristeza. Hoy, de pie en la fila, se mira las puntas de su zapato marrón, ese tan cuqui que le costó casi trescientos euros el mismo mes que la empresa lo mandó a un Erte porque con una pandemia nadie vendría de turismo y ellos no solo no seguirían vendiendo aquellos fantásticos planes de ahorro a los empleados y ejecutivos de las cadenas hoteleras sino que esperaban una tromba de clientes pidiendo el rescate de los mismos. A la mierda el bono trimestral de resultados, a la mierda el bono anual de beneficios, a la mierda su sueldo de fijo más variable casi indecente, a la mierda su vida tal y como la había vivido los últimos diez años.
Poco a poco a la cola se movía y el lo hacía con ella sin quitar la vista de sus zapatos marrones, un poco por la vergüenza de verse allí, un poco porque no quería volver a encontrarse en ella con otro de sus "clientes satisfechos" que al ir a rescatar sus ahorros se dieron cuenta por primera vez que la letra pequeña, esa en la que vive el diablo, decía que si los tocaba antes de diez años perderían una parte de los mismos en concepto de comisiones de mantenimiento, gastos de gestión y custodia de activos: palabrería barata para enmascarar su sueldo y el de tantos, los lustrosos beneficios de la empresa y esos bonos tan golosos. ¡Putos zapatos marrones de mierda! A cuánta gente dejó sin su dinero para tener ese zapato, otro zapato más. La punta de los zapatos empezaron a motearse de pequeñas gotitas. Antes reprimía el llanto, ahora ya no podía. Ni podía ni quería. Miró hacía la cabeza de la cola. Solo quedaban tres personas por delante de él. Volvió a mirarse la punta de los zapatos y palpó las bolsas de super que llevaba dobladas. Al menos la comida de esta semana estaba garantizada porque hasta él había caído en la trampa de las grandes cifras y su sueldo era el mínimo a cambio de un variable generoso y el Erte se calculaba sobre el sueldo, no sobre los demás beneficios. Ana no lo entendió. Ella no se había casado con su jefe de equipo para pasar miserias, le dijo, para eso ya se bastaba ella solita, y se fue, así, sin más. Eso sí, le dejó su bien abastecida zapatera llena de zapatos de diseño cómodos y tan, tan caros.
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