Mala sangre.

 


                 Siempre tuvo mala sangre, ¿sabe usted?, aunque nunca lo demostrara en público. Lo malo es que, cuando no estábamos en público salía su auténtico yo y ahí era como ver al mismo infierno con sus puertas abiertas y a los demonios escapándose por ellas. No, le juro que no exagero. Alguna vez alguna amiga fue testigo de ello cuando, estando en casa, no pudo contener ni su ira ni su lengua. No, no, eso no. No le voy a mentir, ¿para qué? No era persona de romper cosas ni de violencia física. Tampoco lo necesitaba, Era tan cruel y, además, no sabría decirle cómo, intuía en cada momento qué decir para hacer el mayor daño posible. Y de verdad lo hacía. Me llegó a hacer sentir tan mal que solo podía pensar en acabar con mi vida convencida de que nadie lo sentiría y de que nadie iba a echarme de menos. Fue muy duro, se lo juro. Dejé de salir, abandoné el trabajo, bueno, en realidad me despidieron porque o no iba o cuando iba estaba ausente y dejé de rendir. Poco a poco me abandoné físicamente: comía en exceso, dormía sin tener en cuenta si era de día o de noche, dejé de asearme y no contestaba a las llamadas de las pocas amigas que me iban quedando. No salía de casa esperando y temiendo que volviera y que me dijera lo mal que lo tenía todo, lo desastre que era como pareja, lo cerda que me había vuelto, y eso solo hacía que comiera más y me cuidara menos. ¿Pero cómo quiere usted que me fuese? ¿A dónde iba a ir así? ¿Y sin él? Imposible. No, claro que no bromeo: él era a la vez mi verdugo y la tabla a la que me agarraba con todas mis fuerzas para no hundirme. Me da vergüenza reconocerlo pero como le dije al principio le diré toda la verdad. Sí, perdón, sigo. El caso es que, un día, bueno y malo al mismo tiempo para mí, no volvió a casa. Simplemente desapareció. Salió de su despacho y fue como si se volatilizara: ni fue al almuerzo que tenía con su clienta principal, ni fue al club a jugar su partido de tenis ni, por supuesto, llegó jamás a casa. Al principio yo no me di cuenta de nada. Era la época en la que, además, bebía y mucho. Por eso no cogí el teléfono cuando sonó y ustedes casi tuvieron que tirar la puerta porque el timbre sonaba, sí, pero en mis sueños empapados de alcohol y pastillas. No, nunca más he vuelto a saber de él. Ni ganas, la verdad. Bueno, entonces, qué. ¿Soy oficialmente viuda, señoría? Mire a ver, que en estos años que exige la ley me he convertido en otra: he perdido peso, no bebo, recuperé mi trabajo y solo me queda un objetivo más: ser viuda para poder llevar flores a una tumba. No, no, en absoluto, señoría. Cómo lo voy a seguir echando de menos. Lo que quiero es poder ir cada sábado al cementerio, sentarme ante una lápida con su nombre y su cara grabados y poder reírme de él como él lo hizo de mí durante tantos años. Ya, sé que eso está mal, pero al menos yo he aguardado a que estuviera legalmente muerto, en el infierno del que nunca debió salir.

Los amantes.



               La voz del otro lado del teléfono me dijo que se llamaba Walter, que era amigo de Bea, que ella le había facilitado -así lo dijo, facilitado- mi número y que él era vidente. A mí todo aquello me sonaba a timo, aunque era verdad que hacía poco me habían presentado a Bea y habíamos hecho buenas migas, así que le dije que siguiera hablando. Me dijo que en una sesión de tarot mi destino se había cruzado con el de ella y que pudo verlo tan claramente como veía ahora la calle a través de la ventanilla del coche. Bea es muy dada a adivinos, augures y todo lo que fuera esoterismo. Yo, sin embargo, soy más bien escéptica con todo lo que carezca de una explicación lógica pero reconozco que mi curiosidad no paraba de aumentar. La voz al otro lado del teléfono siguió con su explicación; me dijo que había visto que estaba liada con un hombre casado y que su mujer, además, se había enterado de la infidelidad. Vaya, ahí sí que me dio. ¿Cómo podía saber esto si yo no se lo había dicho a nadie, ni siquiera a mis mejores amigas? Además, Juan era el hombre casado más discreto que jamás había conocido. Nos conocimos en un bar y fue un flechazo. Desde el principio habíamos acordado que lo nuestro fuera solo sexo; buen sexo, eso sí, pero sin ataduras, compromisos, fotos acaramelados, aniversarios o preguntas.

                   El silencio en el teléfono ya duraba demasiado así que espoleada por la curiosidad le pedí a Walter -¿se llamaba así?- me dijo que la mujer de mi amante estaba un poco loca pero que esto la había enloquecido del todo, que había decidido matarme y que no era la primera vez que hacía algo parecido porque su marido era muy dado en caer en la infidelidad pero que, por lo visto, ella siempre acababa enterándose y siempre liquidaba de una manera definitiva el problema. De repente sentí frío. Walter me dijo que en las cartas había visto que ya había contratado a un profesional para acabar con este asunto y que hoy era el día elegido, que si no andaba rápida, me quedaban apenas unos minutos de vida y se ofreció a ayudarme en este trance. Me dijo que me asomara a la ventana y que desde allí le describiera a los hombres que viera, que él me diría cuál era el asesino. Mi sentido común me decía que colgara y llamara a la policía pero a estas alturas de la conversación mi sentido común era mucho menor que mi curiosidad y miré por la ventana. Mi madre siempre me decía que la curiosidad mató al gato. ¡Cuánta razón tenía mi madre! Aunque ahora, tumbada en el suelo del salón, con un balazo en la mitad del pecho y desangrándome, no me sirva de mucho reconocerlo. A mi lado podía oír aún la voz de Walter, si es que en realidad se llama así, a través del teléfono dándome las gracias por facilitarle el trabajo. Siempre es mejor disparar desde fuera que tener que entrar. Así se evitan las huellas y los rastros biológicos. Por cierto, Carol, olvidé decirle que, además de echador de cartas, también me dedico a solucionar ciertos problemas digamos un tanto incómodos y desagradables y Bea era una de mis mejores clientas. Uno ha de ganarse la vida como pueda y ya sabe usted lo difícil que es vivir. ¿Me lo va a decir a mí?, pensé mientras mi corazón dejaba de latir y ya no podía escuchar a mi asesino.

La huérfana.



                    Cuando de pequeña le preguntaban a quién prefería, si a papá o a mamá, ella nunca tuvo dudas. Como hacerlo si cada vez que pensaba en su padre la única imagen que le venía a la memoria era el de una señor que nunca se afeitaba, que olía siempre a alcohol, sudor y tabaco y que, el día de su sexto cumpleaños no apareció para su fiesta de cumpleaños ni para la típica foto partiendo la tarta con su madre y con ella. De hecho, ese día no apareció por su casa a ninguna hora y lo único que supo de él desde entonces fue alguna postal por Navidad en los años siguientes yn un regalo de Reyes que le llegó dos meses después con el papel desteñido, roto por las esquinas y la caja ajada y sucia donde el papel ya no la cubría. Por eso, cada vez que oía llorar a su madre por la noche, a solas y encerrada en su cuarto, ella hundía la cabeza en la almohada tratando de no escucharla y también de ahogar su propio llanto mientras le pedía a Dios con todas sus fuerzas que la mentira que contaba en el cole cuando le preguntaban por su papá se hiciera pronto verdad y ella dejara de ser una niña a la que su padre abandonó para poder ser, por fin, una orgullosa y feliz huérfana.

Javi, amores y desamores.



                      Las historias de amor son sencillas, ocurren sin que nos demos cuenta. Es como encender la luz cuando llegas a casa, algo que haces por instinto, Javi. Somos nosotros, las personas, las que las complicamos. Mi padre, ese señor enorme y seco que me intimidaba con su sola presencia, calló durante un momento después de hacerme esta reflexión, concentrado en cargar su pipa. Porque mi padre fumaba en pipa, y siempre que iba a decir algo que él creía importante, la encendía con toda la parsimonia del mundo. Era un ritual que nunca fallaba. Después, entre una nube de humo azulado y aromático, me dijo: lo que es difícil, Javi, es el desamor. Bueno, no el desamor en sí, sino aprender a gestionar sus heridas. No me entiendes, ¿verdad?, me dijo mientras me revolvía el  el pelo con su mano izquierda, bueno, es normal. No creo que nunca se imaginara lo que odiaba que hiciera eso. Pero ya verás cómo -continuó- cuando esto te ocurra, cuando te enamores de una chica hermosa y te rompan el corazón por primera vez, recordarás mis palabras. Mi padre no era dado a hablar de estas cosas pero mi madre, que seguramente estaba  escuchando detrás de la puerta, le habría insistido en que yo ya era un hombrecito y que debía explicarme lo de las relaciones con las chicas y todo lo que las rodea. Aquello era lo más cercano a una charla sobre amor y sexo que mi padre, grande, serio, seco, anticuado y envuelto en ese humo azul que olía tan bien era capaz de darme. Mientras, yo, en silencio, estrujándome las manos empapadas en sudor por debajo de la mesa, me preguntaba si ese consejo servía solo para cuando una chica te rompía el corazón o también valía para cuando  lo hacía un chico guapísimo, pelirrojo y de ojos color miel.

Musas nocturnas.

 

                      Las primeras veces recurrió a los remedios de toda la vida: solo dos cafés al día -ninguno después del mediodía-, una ducha templada y un vaso de leche caliente antes de irse a la cama. Nada le funcionó. Después vinieron los ansiolíticos y los hipnóticos. Tomarlos era como perder el dominio de la mente. Sus sueños se llenaron de viejos demonios y malos augurios y sus días eran aún peores, teñidos de un cansancio y una angustia creciente. Desde que los dejó se pasa las noches acostado, despierto, con los ojos cerrados, respirando lenta y profundamente, escuchando cada ruido del edificio y creando con ellos sus cuentos y novelas: los continuos paseos del salón a la cocina mientras habla por teléfono de la del tercero; las discusiones de  los niños de la parejita del segundo para decidir quién usaba antes la Play; el golpe seco, casi como el ruido de un tiro, de la puerta del edificio cuando entraba o salía algún repartidor de comida; cómo crujía la tarima de su salón con los cambios de temperatura o el grifo de la cocina al que nunca se acordaba de cambiarle la goma y que goteaba todo el tiempo. Cada noche traía sus propios ruidos, cada ruido le llevaba a una nueva historia.  Siempre le preguntan cuál es el secreto para tanta creatividad y él siempre contesta lo mismo: vida sana y acostarse temprano. Lo de convivir con demonios del pasado  y terrores del presente que le impiden dormir, se lo calla. Ningún mago que se precie desvela sus trucos.

Mi madre.

 


                  Mi madre murió convencida de que yo iba a ser ese triunfador que apuntaba maneras. ¡Pobre viejita! Si me viera hoy volvería a morirse, pero de tristeza. Cuando rezo - sí, a veces rezo, qué pasa -  lo primero que hago es darle gracias a un dios en el que, en realidad, no creo, de que ella hubiera muerto cuando yo no era aún esta piltrafa que ahora tiene usted delante, cuando todos apostaban por mí. ¡Ilusos! En realidad estaban apostando por una mentira, por una ficción, por un personaje creado por mí ex profeso. Nunca vieron mi yo real. Al menos, no mientras ella vivió. Mi madre murió pensando que conmigo lo había conseguido, que al menos conmigo había acertado, que yo era ese hijo que se mereció todas las veces que dio la cara por él y que, al final, fui el hijo que siempre creyó tener. Solo espero que, si hay otra vida, no haya forma de mirar hacia esta. ¿Qué sacaría ella viendo su error sino sufrir sin remedio? ¿Sabe usted? No siempre fui un mal bicho, aunque es cierto que hice cosas malas; cosas que, si pudiera, borraría; cosas que jamás volvería a hacer pero que, por desgracia, hice. No, amigo, no. Yo no soy de los que van por ahí con la milonga de su inocencia. No, yo soy culpable. Ojalá no lo fuera. Sobre todo por Anne, su bebé y su madre, Y por la mía. La vida es una mierda, amigo, escriba eso. Diga que se lo he dicho yo. Fíjese si no en mi madre, pobrecita, que murió convencida de que algún día yo sería el centro de la noticia más importante de todo el país. Dígame si no es una broma cruel que su deseo se convierta en realidad al ser yo el último preso federal que será ajusticiado antes de que una enmienda constitucional lo prohíba.

Certezas.

 

                  Sé que me van a matar. Ellos no se dieron cuenta pero les escuché cuando tomaron la decisión entre cuchicheos. En realidad escucho casi todo cuanto dicen aunque no lo demuestro. Ese es el problema, que no demuestro nada: ni que les oigo, ni que les entiendo, ni siquiera que sigo siendo el mismo que era antes aunque ellos no sean capaces de darse cuenta. Me quedan pocas horas y no quiero gastarlas en rencores o temores. Me gustaría decirle a los míos que los quiero y que los entiendo, que no se preocupen, que probablemente yo hubiera tomado la misma decisión en su lugar. ¡Maldito infarto y maldito estado comatoso! Solo espero que no se equivoquen al certificar que estoy muerto de la misma manera que se equivocan ahora al dar la orden de desconectarme porque, según el cardiólogo, no siento nada y lo único que me mantiene vivo es esta maquinita a la que estoy conectado con su irritante bip, bip, bip... ¡Cretino! Once años de estudios universitarios para cagarla así. Morir no me asusta pero que me entierren vivo y en coma, totalmente indefenso, me aterra tanto que no me extrañaría que me volviera a dar un infarto y que, esta vez, fuera el definitivo.

El consejero.

 


             Cerraba tres veces la puerta de su casa al salir. Caminaba moviendo siempre antes el pie izquierdo y si al llegar a su destino era ese mismo pie el que acababa el camino, daba dos pasitos, como un soldado que pierde el paso, para acabar  con el pie derecho. Jamás mezclaba los colores de los alimentos al comer: primero las verduras rojas, luego las verdes, le seguían las blancas o el arroz y, por último, la carne o el pescado. Se lavaba tres veces las manos antes de comer o después de tocar algo que no fuera suyo y jamás se sentía limpio si no se pasaba, al menos dos veces seguidas, el hilo dental por cada pieza de su impoluta dentadura. Su mundo era perfecto solo dentro de su rutina. Nadie sabía que ese cincuentón calvo, espigado e insoportablemente maniático era en realidad la dulce Amanda, la coach más seguida del país que, con sus consejos publicados en docenas de periódicos y revistas, ayudaba a superar los traumas y manías de cientos de lectores. Cada noche, cuando en su casa leía las cartas que llegaban a la redacción, lloraba en silencio al recordar cuando era un simple periodista en paro, feliz aunque hambriento, que había aceptado ese puesto para poder pagar los atrasos con el casero. Por entonces solo tenía una manía: sacar la basura únicamente cuando ya desbordaba la bolsa por todos lados. 

Usurpadora.

 


                    En algún momento me perdí. Dejé de ser yo para ser ese otro que ha usurpado mi vida. Sí, en algún momento. Fue hace años, cuando dejé de soñar y empecé a vivir cada día esa pesadilla recurrente que llaman realidad. Y la verdad es que, aunque seguí respirando, ese fue el día en que morí; cuando las decisiones las empezó a tomar esa sombra ladrona de vidas con la que vengo cargando tanto tiempo. Esa sombra extraña, usurpadora y okupa, que poco a poco, día a día, ha ido cambiándome del todo hasta que hoy, justo hoy, ya no fui capaz de reconocer, en esa imagen gris y desvaída que me devolvía el espejo, nada de aquel otro yo que un día fui. Por eso quiero que usted, señor juez, al leer esta carta que encontrarán junto a mis cosas, entienda mis razones y se las explique a quien me quiso, y que lo haga, se lo ruego, señoría, con más delicadeza y con menos emotividad de la que yo, hoy, sería capaz. Dígales que yo, que mi yo actual, debía desaparecer para que mi antiguo yo volviese a reencontrarse conmigo.

El café

 




           Hoy encontré tu carta en la carpeta de Asuntos Pendientes, en medio de las facturas del teléfono, la luz y el agua, junto a viejos recibos de compras y a decenas de ideas anotadas en cualquier papel y de cualquier manera, a veces tan apresuradamente que ni yo mismo era capaz de entender aquello que anoté para poder recordar. Pero tu carta no. Tu carta estaba escrita con ese cuidado y esa pasión que ponías en todo lo que hacías, con tu letra, pequeña, redonda, cuidada; letra de colegio de monjas. No recordaba nada de lo que allí me decías. Solo fui capaz de recordar la emoción que sentí cuando la leí la primera vez, el cariño mezclado con cierto temor que teñía tu mirada cuando me la diste y el nudo permanente que llevé todo ese día en la garganta. No sé qué coño pasó. No sé qué hacía la carta -tu carta- mi carta, en medio de facturas y papeles inútiles. Hace años que no sé de ti. Me habías pedido respeto a tu decisión, espacio, tiempo para  conocerte a ti misma, para saber quién eras, qué querías. Y yo te lo di. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Un padre ha de saber cuándo dar un paso a un lado para no convertirse en ese portero, matón de discoteca, impidiendo el paso a la madurez a sus propios hijos. Años, en los que mi último recuerdo juntos fue el almuerzo en el que me diste esta carta como regalo del día del padre, dos besos y una lágrima que aguantaste dentro de tus ojos al decirme adiós, dejándome sentado y solo en el restaurante, con un nudo en la garganta, tu carta en la mano y la mirada perdida en el café, helado ya, que se ennegrecía más y más a cada segundo que pasaba.

El descanso



               Al menos ya descansó la pobre. No sé cuántas veces me han dicho esas palabras esta noche. Supongo que tratan de decirme de una manera muy torpe, la verdad, que sienten que mi madre esté ahí, en ese ataúd, fría y pintada como nunca lo hizo en vida. Hoy las funerarias no solo amortajan al muerto, también lo maquillan para que parezca que en realidad está vivo y que, por algún excéntrico capricho, se está echando una siesta dentro de una caja de madera y raso vestido con su traje favorito. Lo siento, querida. Al menos ya descansó la pobre. Y otros dos besos de alguien de quien no recuerdo el nombre y solo, vagamente, la cara. Ya descansó. No, ella jamás descansó y no creo que ni muerta lo haga, pero no digo nada, solo asiento con la cabeza agachada. No, no piensen mal. No fue una mala madre. Pero desde que tengo memoria la recuerdo viviendo una tragedia tras otra, todas terribles, todas infinitas, todas inventadas. No, mi madre no era una mala madre, pero necesitaba sufrir para ser feliz. Su lema era: que la realidad no te estropee un buen drama. Mi pésame, Angelita. La pobre, parece que esté dormidita. Al menos ya descansó la pobre. Y otros dos besos. Miro el reloj con disimulo. Menos mal, solo queda un cuarto de hora para que el personal del tanatorio cierre la sala y la lleven al horno crematorio. Entonces, tal vez entonces, por fin descanse la pobre, Y yo también.


El heredero



                 Siempre fue un borracho, como su viejo. Y hasta puede que  como el padre de su viejo, aunque a este jamás lo conoció. Necesitaba más el alcohol que la comida, el aire o, incluso, a una mujer. Tal vez por eso ninguna duraba mucho a su lado. Para él, la vida sin sus briks de vino era algo doloroso, insoportable. No era capaz de recordar un solo día de su vida en el que no hubiera bebido; ni siquiera cuando era un niño mocoso y hambriento. Su viejo, que ojalá se estuviera pudriendo en el fondo del infierno, en la caldera más ardiente que hubiera allí, casi nunca llevaba comida a casa pero siempre se las apañaba para traer algo de beber y para darle, entre trago y trago, una buena paliza. A veces traía un vino ácido que le revolvía las tripas solo de olerlo pero se lo hacía beber para que se hiciera un hombre y porque el vino, según él, hacía la sangre más fuerte. Otras era algo parecido a un coñac que le quemaba las entrañas al entrar  y que, al vomitarlo, se las volvía a quemar al salir mezclado con la bilis. Las palizas, sin embargo, siempre se las dio con el cinturón negro de cuero, el mismo que hoy usa para sujetarse el pantalón. Nunca tuvo más deseo ni ambición que la de ver reventar a su viejo. Cuando eso ocurrió, una Nochebuena cualquiera -imposible acordarse del año- empezó a celebrarlo por su cuenta. Cuando despertó, en medio de su propio vómito, en el portal mugriento de un edificio en ruinas, ya era otro año y le dolía tanto todo el cuerpo -puede que el alma también, de haber sabido qué era y que la tenía- que tuvo que salir corriendo a comprar una botella de algo fuerte y barato que aliviara ese dolor. Ahora ya no sabe si sigue bebiendo para celebrar que su viejo reventó de una puñetera vez aquella Nochebuena o para hacer desaparecer el dolor insufrible de estar sobrio; aunque solo sea por unas pocas horas. Al menos yo, se decía a diario, no tengo un chaval al que dejarle esta puta herencia. Y alzando el tetrabrik del  vino más barato y cabezón que podía encontrar, brindaba con su sombra por ello.

Inanna

                   


                 


                               Mi psicólogo me dice que eso de recordar haber vivido otras vidas es una ficción de mi mente, que cuando sueño con ellas es porque me auto sugestiono pero yo estoy absolutamente segura de que no es así. Sé, y no me equivoco, que esta no es ni la primera ni la única vez que vivo en este mundo. Lo sé y se lo voy a demostrar. Mi maestro espiritual me ha aconsejado que duerma con una libreta y un bolígrafo junto a la cama y que, apenas despierte, antes de que se cierre el portal que une el pasado y el presente a través de los sueños, mientras aún esté abierto por las últimas hilachas, escriba todo lo que he vivido a través del sueño. La verdad, no lo tenía muy claro, pero seguí sus indicaciones al pie de la letra. Cualquier cosa para poder convencer al psicólogo de que no soy una desquiciada neurótica más como las otras que veo en la sala de espera hasta que me toca el turno para entrar mis cuarenta y cinco minutos. Me acosté temprano, me tomé la infusión de hierbas relajantes y facilitadoras del recuerdo para dormir, hice mis ejercicios de respiración, comprobé que el block estaba abierto y que el bolígrafo escribía, me tumbé con los ojos cerrados y comencé a recitar el mantra del sueño como mi maestro me había enseñado. 
                  Fue un parpadeo. Cuando abrí los ojos estaba en Uruk en tiempos del reinado de Gilgamesh. Sumeria, oh, Sumeria. Ahí fue donde tuve mi primera vida. Qué sociedad más liberal y, al mismo tiempo, más estricta con la ley. Allí ser mujer era lo mismo que ser hombre. Yo, de hecho, era sacerdotisa de Inanna. No era la primera vez que volvía en sueños a Sumeria y sabía que pronto despertaría, justo cuando alguien me degollara a traición. Jamás supo nadie quién fue y el deshonor para Uruk duró años. Solo yo sabía quién y por qué había sido y hoy, cinco mil años después de mi muerte, voy a ser capaz de escribir su nombre. Al despertarme la cama estaba empapada y revuelta como si en ella hubiera tenido lugar una pelea a vida o muerte y yo me encontraba agotada. Me costaba respirar y no lograba fijar la vista. Alargué la mano y busqué la libreta. Allí estaba, en el suelo, con las hojas arrugadas y a medio arrancar. En ella unos signos extraños metidos en un cuadrado. Era sin duda escritura cuneiforme. Y era sin duda su nombre. Al leerlo vi su cara y  no pude evitar llorar con todas las fuerzas que me quedaban al mismo tiempo que rompía en pedacitos el papel acusador y me iba tragando los trozos. Era mi psicólogo. Mi psicólogo fue quien, esa tarde, por la espalda, dominado por la rabia porque no quise escogerlo a él para la celebración del nacimiento de Inanna, me cortó el cuello mancillando con mi sangre su santuario. Mañana le diré que no soñé nada, que en realidad todo esto no es sino una invención mía para poder llamar la atención, que, en el fondo, soy una neurótica más de las que esperan sentadas su turno a que yo salga.

El analista de riesgos.



                 El chofer del Uber me mira de vez en cuando por el retrovisor. Ya me ha llevado otras veces pero hoy será la última. Siempre me ha tratado bien. Tengo que dejarle una buena propina, coño, que esta gente está siempre ahí cuando la llamas. No puedo evitar sonreír. Ha sido fácil. Bueno, en realidad, como siempre. Es lo que me caracteriza y por lo que mi empresa me paga ese sueldo indecente que cobro cada mes y me mima con los caprichos que me apetecen. A cambio yo les hago ganar una cantidad inmoral de dinero con mis planes de acción. Lo planifico todo al milímetro y preveo cualquier contingencia, por absurda o improbable que pueda parecer. Y siempre gano. Mañana estaré en otra ciudad, en otro continente, en la otra punta del mundo. Igual que hace cuatro meses estaba en otro país en la otra punta de este continente. Es lo que tiene mi trabajo y es lo que tiene trabajar para la empresa número 1 de evaluación, adquisición y ventas de activos a nivel mundial. Que no espero a embarcar, para eso me mandan su propio Jet. Dos horas y media más y estaré durmiendo encima del océano. Mañana, pasado o cualquier día de la próxima semana alguien echará de menos a mi vecina de enfrente y llamará a su móvil, a su fijo, a la puerta, a la policía... siempre es igual. Luego abrirán la puerta y verán mi obra maestra: sangre y vísceras por todos lados y su cuerpo con sesenta pinchazos bien repartidos. ¡Pobre chica y pobre chaval el de Telepizza! Se va a comer el marrón, pero la vida es así. El mundo se divide entre depredadores y conejillos, y ellos eran simples conejillos. Entiéndanme, no soy un monstruo, solo me aburro. Y estos, digamos, ejercicios de inteligencia que juego contra la policía de los países en los que estoy justo el día que me voy, es lo que me mantiene en forma, Yo sabía que Ana, así se llamaba mi vecina, pedía pizza todos los jueves. Era como un ritual para ella. Y sabía que el chaval tendría que tocar en el video portero, que graba cuando entras en el edificio y que, luego, al salir, también te graba. Yo solo tenía que entretenerlo un poco, lo suficiente, vaya, para que entre la entrada y la salida le diera tiempo de hacer lo que yo haría después. Nada que cincuenta euros de propina por ayudarme a mover una mesa y cerrar una maleta no fuera a convencerlo. La policía lo primero que hará es revisar las cintas de grabación y cuándo él les diga que yo lo llamé, solo tendré que negarlo vehementemente horrorizado por la terrible muerte de Ana. Jamás encontrarán el arma del crimen. Un pincho de roble bien afilado es increíblemente eficaz para apuñalar, y sacar las vísceras es solo cuestión de práctica. Y anoche hizo mucho frío, tanto que la chimenea se traga cualquier pedazo de madera; incluso un pincho de roble manchado de sangre. Ya estamos en el aeropuerto. La verdad es que este chofer es muy amable. Le deslizo un billete de cincuenta euros como propina y solo le faltó hacerme una reverencia. Si el chico tiene suerte y su abogado no es muy atolondrado, saldrá por falta de pruebas: no hay arma del crimen, no tendrá pruebas biológicas, no hay móvil del crimen... Y nunca podrán enlazar la muerte de Ana con la de los demás conejillos de mi experimento: nunca uso el mismo método, unas veces son mujeres, otras hombres, distintas edades, razas, trabajos. A veces son vecinas mías y otras viven al otro lado de la ciudad. Además, jamás doy un paso sin calcular todas las posibles contingencias. Por eso soy el mejor de mi sector. Bueno, ya despego. Un whisky, algo para comer y a dormir, que hay que llegar descansado.


El concurso de la tele.

 


                                 Pasaba las tardes viendo concursos de televisión. Su preferido era Pasapalabra, especialmente la parte en la que, tras oír cinco segundo de música, el concursante o su equipo tenía que adivinar el título de la canción o cantar alguna estrofa. Desde mi apartamento escuchábamos sus gritos insultándolos cada vez que alguno de ellos se equivocaba y las patadas que daba a las sillas preso de la rabia. A mi novia de entonces le daba pena. Decía que era un pobre ser solitario y maniático, que seguramente su vida habría sido muy dura y triste y siempre acababa con un ¡pobre viejo! Yo eludía la conversación y cambiaba rápidamente de tema. Era muy diestro en ese arte, lo confieso. Pero, cómo decirle, a ella o a nadie que cada vez que lo escuchaba despotricar contra algún concursante o lanzar de una patada cualquier cosa contra la pared, mi memoria volvía a la época en la que esos mismos inultos me los dedicaba a mi si me equivocaba en el peso de la fruta o el embutido de alguna de las clientas, o que aún me escocían, tantos años después, los bofetones y los cogotazos que me daba si, para mi desgracia, mi equivocación era al devolver el cambio. Mi pobre madre callaba, con la cabeza gacha. Sobre todo cuando, picándoles el ojo a las parroquianas, les decía delante de ellas que seguro que yo no podía ser hijo de él, tan atolondrado y amariconado, todo el rato leyendo libros en vez de jugar al fútbol con los demás chicos de mi edad. Hace años que vivimos en el mismo edificio pero jamás hemos coincidido. Mejor. Seguro que a él tampoco le apetece encontrase con su hijo el rarito y saber que vive en el tercero derecha.

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