Las historias de amor son sencillas, ocurren sin que nos demos cuenta. Es como encender la luz cuando llegas a casa, algo que haces por instinto, Javi. Somos nosotros, las personas, las que las complicamos. Mi padre, ese señor enorme y seco que me intimidaba con su sola presencia, calló durante un momento después de hacerme esta reflexión, concentrado en cargar su pipa. Porque mi padre fumaba en pipa, y siempre que iba a decir algo que él creía importante, la encendía con toda la parsimonia del mundo. Era un ritual que nunca fallaba. Después, entre una nube de humo azulado y aromático, me dijo: lo que es difícil, Javi, es el desamor. Bueno, no el desamor en sí, sino aprender a gestionar sus heridas. No me entiendes, ¿verdad?, me dijo mientras me revolvía el el pelo con su mano izquierda, bueno, es normal. No creo que nunca se imaginara lo que odiaba que hiciera eso. Pero ya verás cómo -continuó- cuando esto te ocurra, cuando te enamores de una chica hermosa y te rompan el corazón por primera vez, recordarás mis palabras. Mi padre no era dado a hablar de estas cosas pero mi madre, que seguramente estaba escuchando detrás de la puerta, le habría insistido en que yo ya era un hombrecito y que debía explicarme lo de las relaciones con las chicas y todo lo que las rodea. Aquello era lo más cercano a una charla sobre amor y sexo que mi padre, grande, serio, seco, anticuado y envuelto en ese humo azul que olía tan bien era capaz de darme. Mientras, yo, en silencio, estrujándome las manos empapadas en sudor por debajo de la mesa, me preguntaba si ese consejo servía solo para cuando una chica te rompía el corazón o también valía para cuando lo hacía un chico guapísimo, pelirrojo y de ojos color miel.
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