Sé que me van a matar. Ellos no se dieron cuenta pero les escuché cuando tomaron la decisión entre cuchicheos. En realidad escucho casi todo cuanto dicen aunque no lo demuestro. Ese es el problema, que no demuestro nada: ni que les oigo, ni que les entiendo, ni siquiera que sigo siendo el mismo que era antes aunque ellos no sean capaces de darse cuenta. Me quedan pocas horas y no quiero gastarlas en rencores o temores. Me gustaría decirle a los míos que los quiero y que los entiendo, que no se preocupen, que probablemente yo hubiera tomado la misma decisión en su lugar. ¡Maldito infarto y maldito estado comatoso! Solo espero que no se equivoquen al certificar que estoy muerto de la misma manera que se equivocan ahora al dar la orden de desconectarme porque, según el cardiólogo, no siento nada y lo único que me mantiene vivo es esta maquinita a la que estoy conectado con su irritante bip, bip, bip... ¡Cretino! Once años de estudios universitarios para cagarla así. Morir no me asusta pero que me entierren vivo y en coma, totalmente indefenso, me aterra tanto que no me extrañaría que me volviera a dar un infarto y que, esta vez, fuera el definitivo.
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