Los amantes.



               La voz del otro lado del teléfono me dijo que se llamaba Walter, que era amigo de Bea, que ella le había facilitado -así lo dijo, facilitado- mi número y que él era vidente. A mí todo aquello me sonaba a timo, aunque era verdad que hacía poco me habían presentado a Bea y habíamos hecho buenas migas, así que le dije que siguiera hablando. Me dijo que en una sesión de tarot mi destino se había cruzado con el de ella y que pudo verlo tan claramente como veía ahora la calle a través de la ventanilla del coche. Bea es muy dada a adivinos, augures y todo lo que fuera esoterismo. Yo, sin embargo, soy más bien escéptica con todo lo que carezca de una explicación lógica pero reconozco que mi curiosidad no paraba de aumentar. La voz al otro lado del teléfono siguió con su explicación; me dijo que había visto que estaba liada con un hombre casado y que su mujer, además, se había enterado de la infidelidad. Vaya, ahí sí que me dio. ¿Cómo podía saber esto si yo no se lo había dicho a nadie, ni siquiera a mis mejores amigas? Además, Juan era el hombre casado más discreto que jamás había conocido. Nos conocimos en un bar y fue un flechazo. Desde el principio habíamos acordado que lo nuestro fuera solo sexo; buen sexo, eso sí, pero sin ataduras, compromisos, fotos acaramelados, aniversarios o preguntas.

                   El silencio en el teléfono ya duraba demasiado así que espoleada por la curiosidad le pedí a Walter -¿se llamaba así?- me dijo que la mujer de mi amante estaba un poco loca pero que esto la había enloquecido del todo, que había decidido matarme y que no era la primera vez que hacía algo parecido porque su marido era muy dado en caer en la infidelidad pero que, por lo visto, ella siempre acababa enterándose y siempre liquidaba de una manera definitiva el problema. De repente sentí frío. Walter me dijo que en las cartas había visto que ya había contratado a un profesional para acabar con este asunto y que hoy era el día elegido, que si no andaba rápida, me quedaban apenas unos minutos de vida y se ofreció a ayudarme en este trance. Me dijo que me asomara a la ventana y que desde allí le describiera a los hombres que viera, que él me diría cuál era el asesino. Mi sentido común me decía que colgara y llamara a la policía pero a estas alturas de la conversación mi sentido común era mucho menor que mi curiosidad y miré por la ventana. Mi madre siempre me decía que la curiosidad mató al gato. ¡Cuánta razón tenía mi madre! Aunque ahora, tumbada en el suelo del salón, con un balazo en la mitad del pecho y desangrándome, no me sirva de mucho reconocerlo. A mi lado podía oír aún la voz de Walter, si es que en realidad se llama así, a través del teléfono dándome las gracias por facilitarle el trabajo. Siempre es mejor disparar desde fuera que tener que entrar. Así se evitan las huellas y los rastros biológicos. Por cierto, Carol, olvidé decirle que, además de echador de cartas, también me dedico a solucionar ciertos problemas digamos un tanto incómodos y desagradables y Bea era una de mis mejores clientas. Uno ha de ganarse la vida como pueda y ya sabe usted lo difícil que es vivir. ¿Me lo va a decir a mí?, pensé mientras mi corazón dejaba de latir y ya no podía escuchar a mi asesino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Relatos más populares