Hoy encontré tu carta en la carpeta de Asuntos Pendientes, en medio de las facturas del teléfono, la luz y el agua, junto a viejos recibos de compras y a decenas de ideas anotadas en cualquier papel y de cualquier manera, a veces tan apresuradamente que ni yo mismo era capaz de entender aquello que anoté para poder recordar. Pero tu carta no. Tu carta estaba escrita con ese cuidado y esa pasión que ponías en todo lo que hacías, con tu letra, pequeña, redonda, cuidada; letra de colegio de monjas. No recordaba nada de lo que allí me decías. Solo fui capaz de recordar la emoción que sentí cuando la leí la primera vez, el cariño mezclado con cierto temor que teñía tu mirada cuando me la diste y el nudo permanente que llevé todo ese día en la garganta. No sé qué coño pasó. No sé qué hacía la carta -tu carta- mi carta, en medio de facturas y papeles inútiles. Hace años que no sé de ti. Me habías pedido respeto a tu decisión, espacio, tiempo para conocerte a ti misma, para saber quién eras, qué querías. Y yo te lo di. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Un padre ha de saber cuándo dar un paso a un lado para no convertirse en ese portero, matón de discoteca, impidiendo el paso a la madurez a sus propios hijos. Años, en los que mi último recuerdo juntos fue el almuerzo en el que me diste esta carta como regalo del día del padre, dos besos y una lágrima que aguantaste dentro de tus ojos al decirme adiós, dejándome sentado y solo en el restaurante, con un nudo en la garganta, tu carta en la mano y la mirada perdida en el café, helado ya, que se ennegrecía más y más a cada segundo que pasaba.
Qué alegría poder sentir la tristeza de ese día. Todo un gozo rememorar ese instante , una evidente señal de vida. Magnífico siempre.
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