Siempre fue un borracho, como su viejo. Y hasta puede que como el padre de su viejo, aunque a este jamás lo conoció. Necesitaba más el alcohol que la comida, el aire o, incluso, a una mujer. Tal vez por eso ninguna duraba mucho a su lado. Para él, la vida sin sus briks de vino era algo doloroso, insoportable. No era capaz de recordar un solo día de su vida en el que no hubiera bebido; ni siquiera cuando era un niño mocoso y hambriento. Su viejo, que ojalá se estuviera pudriendo en el fondo del infierno, en la caldera más ardiente que hubiera allí, casi nunca llevaba comida a casa pero siempre se las apañaba para traer algo de beber y para darle, entre trago y trago, una buena paliza. A veces traía un vino ácido que le revolvía las tripas solo de olerlo pero se lo hacía beber para que se hiciera un hombre y porque el vino, según él, hacía la sangre más fuerte. Otras era algo parecido a un coñac que le quemaba las entrañas al entrar y que, al vomitarlo, se las volvía a quemar al salir mezclado con la bilis. Las palizas, sin embargo, siempre se las dio con el cinturón negro de cuero, el mismo que hoy usa para sujetarse el pantalón. Nunca tuvo más deseo ni ambición que la de ver reventar a su viejo. Cuando eso ocurrió, una Nochebuena cualquiera -imposible acordarse del año- empezó a celebrarlo por su cuenta. Cuando despertó, en medio de su propio vómito, en el portal mugriento de un edificio en ruinas, ya era otro año y le dolía tanto todo el cuerpo -puede que el alma también, de haber sabido qué era y que la tenía- que tuvo que salir corriendo a comprar una botella de algo fuerte y barato que aliviara ese dolor. Ahora ya no sabe si sigue bebiendo para celebrar que su viejo reventó de una puñetera vez aquella Nochebuena o para hacer desaparecer el dolor insufrible de estar sobrio; aunque solo sea por unas pocas horas. Al menos yo, se decía a diario, no tengo un chaval al que dejarle esta puta herencia. Y alzando el tetrabrik del vino más barato y cabezón que podía encontrar, brindaba con su sombra por ello.
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Excelente. Me ha hecho recordar una anécdota de Chavela Vargas, que contaba que, desde niña casi, bebió y se emborrachó casi a diario, hasta que un día amaneció sola, tirada en medio de su casa, con un zapato encima de la cara; se levantó, se lo pensó y no volvió a beber.
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