Las primeras veces recurrió a los remedios de toda la vida: solo dos cafés al día -ninguno después del mediodía-, una ducha templada y un vaso de leche caliente antes de irse a la cama. Nada le funcionó. Después vinieron los ansiolíticos y los hipnóticos. Tomarlos era como perder el dominio de la mente. Sus sueños se llenaron de viejos demonios y malos augurios y sus días eran aún peores, teñidos de un cansancio y una angustia creciente. Desde que los dejó se pasa las noches acostado, despierto, con los ojos cerrados, respirando lenta y profundamente, escuchando cada ruido del edificio y creando con ellos sus cuentos y novelas: los continuos paseos del salón a la cocina mientras habla por teléfono de la del tercero; las discusiones de los niños de la parejita del segundo para decidir quién usaba antes la Play; el golpe seco, casi como el ruido de un tiro, de la puerta del edificio cuando entraba o salía algún repartidor de comida; cómo crujía la tarima de su salón con los cambios de temperatura o el grifo de la cocina al que nunca se acordaba de cambiarle la goma y que goteaba todo el tiempo. Cada noche traía sus propios ruidos, cada ruido le llevaba a una nueva historia. Siempre le preguntan cuál es el secreto para tanta creatividad y él siempre contesta lo mismo: vida sana y acostarse temprano. Lo de convivir con demonios del pasado y terrores del presente que le impiden dormir, se lo calla. Ningún mago que se precie desvela sus trucos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario