Siempre tuvo mala sangre, ¿sabe usted?, aunque nunca lo demostrara en público. Lo malo es que, cuando no estábamos en público salía su auténtico yo y ahí era como ver al mismo infierno con sus puertas abiertas y a los demonios escapándose por ellas. No, le juro que no exagero. Alguna vez alguna amiga fue testigo de ello cuando, estando en casa, no pudo contener ni su ira ni su lengua. No, no, eso no. No le voy a mentir, ¿para qué? No era persona de romper cosas ni de violencia física. Tampoco lo necesitaba, Era tan cruel y, además, no sabría decirle cómo, intuía en cada momento qué decir para hacer el mayor daño posible. Y de verdad lo hacía. Me llegó a hacer sentir tan mal que solo podía pensar en acabar con mi vida convencida de que nadie lo sentiría y de que nadie iba a echarme de menos. Fue muy duro, se lo juro. Dejé de salir, abandoné el trabajo, bueno, en realidad me despidieron porque o no iba o cuando iba estaba ausente y dejé de rendir. Poco a poco me abandoné físicamente: comía en exceso, dormía sin tener en cuenta si era de día o de noche, dejé de asearme y no contestaba a las llamadas de las pocas amigas que me iban quedando. No salía de casa esperando y temiendo que volviera y que me dijera lo mal que lo tenía todo, lo desastre que era como pareja, lo cerda que me había vuelto, y eso solo hacía que comiera más y me cuidara menos. ¿Pero cómo quiere usted que me fuese? ¿A dónde iba a ir así? ¿Y sin él? Imposible. No, claro que no bromeo: él era a la vez mi verdugo y la tabla a la que me agarraba con todas mis fuerzas para no hundirme. Me da vergüenza reconocerlo pero como le dije al principio le diré toda la verdad. Sí, perdón, sigo. El caso es que, un día, bueno y malo al mismo tiempo para mí, no volvió a casa. Simplemente desapareció. Salió de su despacho y fue como si se volatilizara: ni fue al almuerzo que tenía con su clienta principal, ni fue al club a jugar su partido de tenis ni, por supuesto, llegó jamás a casa. Al principio yo no me di cuenta de nada. Era la época en la que, además, bebía y mucho. Por eso no cogí el teléfono cuando sonó y ustedes casi tuvieron que tirar la puerta porque el timbre sonaba, sí, pero en mis sueños empapados de alcohol y pastillas. No, nunca más he vuelto a saber de él. Ni ganas, la verdad. Bueno, entonces, qué. ¿Soy oficialmente viuda, señoría? Mire a ver, que en estos años que exige la ley me he convertido en otra: he perdido peso, no bebo, recuperé mi trabajo y solo me queda un objetivo más: ser viuda para poder llevar flores a una tumba. No, no, en absoluto, señoría. Cómo lo voy a seguir echando de menos. Lo que quiero es poder ir cada sábado al cementerio, sentarme ante una lápida con su nombre y su cara grabados y poder reírme de él como él lo hizo de mí durante tantos años. Ya, sé que eso está mal, pero al menos yo he aguardado a que estuviera legalmente muerto, en el infierno del que nunca debió salir.
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